El pan nuestro

27 01 2010

Pan_Rustico

Cuando era joven, el panadero no salía casi nunca. Levantarse en plena noche para trabajar no deja demasiado tiempo para diversiones. Pero una vez, a los veinte años, fue invitado a la boda de un primo lejano. Allí la conoció. Se llamaba Estela y bailó, bebió y conversó con él hasta el fin de la fiesta. El panadero volvió a su casa acariciando el trozo de papel en el que ella había anotado su número de teléfono con un lápiz de ojos. La llamaría al día siguiente. La invitaría al cine. Sería la madre de sus hijos.

El alcohol, el sudor y los números apuntados en trozos de papel con lápiz de ojos no son una buena combinación. El panadero pasó la mañana siguiente intentando descifrar los originarios guarismos aletargados en aquel borrón. Y la tarde telefoneando a familiares y amigos que habían asistido o podían haber asistido a la boda. Todo fue inútil. Nadie la conocía. Nadie la recordaba. Nadie había reparado en ella.

En la madrugada, mientras amasaba, se lamentó de su suerte: sus panes llegaban a toda la ciudad, casi a cada casa. Pero él no era capaz de localizar a aquella mujer fascinante. Si él pudiera viajar con aquel pan y franquear cada puerta de cada edificio de cada calle hasta dar con ella… De pronto, sin apenas pensarlo, escribió su propio nombre y su número de teléfono en un papel. Completó el billete con una sencilla frase, “Llámame, Estela”, y, doblándolo cuidadosamente, lo agregó a la masa. Hacia el amanecer, cuando comenzaron a llegar los repartidores, no sabía en cuál de aquellas barras iba el mensaje. Eso resultaba indiferente. La ciudad no era tan grande, pero, aunque lo hubiese sido, el mensaje, si había de llegar a su destinataria, llegaría. Era cuestión de estadística o de destino o, sencillamente, de suerte.

Durante semanas, durante meses, realizó la misma operación. Luego pasaba la tarde pendiente del teléfono. La llamada nunca era para él. O, si lo era, se trataba de alguno de sus primos o de los amigos del barrio.

Los meses se convirtieron en años, pero la costumbre no varió jamás. Metódica, secretamente, el panadero introducía cada día en la masa un papel con su nombre y su teléfono y un único, exacto e infaltable mensaje: “Llámame, Estela”.

En ocasiones, el panadero se decía que era momento de cesar en la búsqueda. Pero ¿y si precisamente era ese el día en que la nota debía llegar a manos de Estela? Esa pregunta le aterraba. En otros momentos, fantaseaba con los posibles receptores: un niño que comía el bocadillo en el recreo, una ancianita que hacía sopas de pan, otra mujer también llamada Estela que procuraba que su marido no llegase a ver el papel, un señor circunspecto que se indignaba y bajaba a protestar a la panadería o le telefoneaba directamente a él, advirtiéndole (iracundo como sólo un señor circunspecto puede llegar a estarlo) que iba a denunciarle a las instituciones sanitarias.

Pero jamás llamó nadie. Pasó el tiempo y el panadero encontró una mujer a la que aprendió a querer. Se casó y tuvo dos hijos. Se divorció de aquella misma mujer y aprendió a no quererla. Sus hijos crecieron y le dieron algún nieto. Y él continuó, cada día, introduciendo en la masa la nota con su nombre, su número (ahora de un teléfono móvil) y aquellas dos palabras. Ya sin esperanza. Ya por costumbre. Como un rito, una pequeña superstición que, al fin y al cabo, le había traído suerte en casi todo, menos en lo único en lo que realmente la necesitaba.

Hoy, al salir del trabajo, se ha encontrado con su primo en un puesto de flores. Es su aniversario de boda. Tal día como hoy, hace 35 años, el panadero y Estela se conocieron. Mañana hará 35 años que la busca infructuosamente. Tal vez sea el momento de dejarlo. Pero también hoy, justamente hoy, al abrir la puerta de casa, suena el teléfono móvil. El panadero lee la pantalla. Llaman desde un número que no tiene grabado en la memoria del aparato. El corazón le da un vuelco. No obstante, justo antes de descolgar, se mira instintivamente en el espejo de la entrada, reflexiona un momento y rechaza la llamada.