Consumo

29 06 2008

 

Compró un televisor de plasma. Compró un dvd. Compró un aparato de música y un ordenador de última generación. Compró un ipod y una wii. Compró un nuevo auto. Compró unos zapatos, varios pares de pantalones, algunas camisas. Compró muebles de diseño, librerías de nogal, libros para llenarlas. Compró una cámara digital de fotos y otra de vídeo. Compró un viaje a Cancún y, en Cancún, compró una hora con una prostituta llamada Lía.

Al volver, abrió un fotolog dedicado a las fotos que había sacado durante el viaje. Dio paseos por la ciudad en su nuevo auto mostrando su bronceado, vestido con aquellas camisas, aquellos pantalones, escuchando canciones en su ipod y sentándose en las terrazas a jugar con su wii. También veía, de vez en cuando, su reportaje de Cancún en el plasma, reproducido en dvd, disfrutando del pulcro decorado de sus nuevos muebles, de sus nuevos libros.

Cuando comenzó a aburrirse y a tener ganas de ir de compras y a preguntarse qué le apetecía en esta ocasión, pensó que, de todas las cosas que había adquirido en los últimos tiempos, aquella hora de amor mercenario en Cancún era lo más memorable, pues lo que había comprado había sido tiempo. Tiempo y carne. Una carne y un tiempo únicos. El tiempo y la carne de Lía. Reflexionó un instante sobre el hecho de que todas las demás cosas podía disfrutarlas una y otra vez; los placeres que provocaban eran nuevamente reproducibles. Lía, en cambio, estaba lejos, en Cancún. Y, aunque comprase otro viaje, aunque volviese a encontrarla, aunque volviese a comprar otra hora (o cien horas) de placer con ella, aquello que había comprado y que fue suyo sólo durante sesenta minutos sería, para siempre, irrepetible.

Buscó su tarjeta de crédito. La observó atentamente. No se reconoció a sí mismo en el nombre del titular.





Las conciencias tranquilas

19 06 2008

Aparca su coche en el garaje, entre el de su mujer y el de la niña. Sube al segundo piso tras saludar (andan en el recibidor con el novio, planeando detalles de la boda), se muda de ropa y entra en su despachito. Pese a que ha sido un día duro, se siente tranquilo. El reajuste era casi obligatorio. Cada palo que aguante su vela. Él también tiene una familia que mantener. Por un momento, vuelve a pensar en la mirada de Luján. Esa mirada de cemento y sudor, reprobadora y airada. Luján la esgrimió mientras cerraba los puños, pero no se atrevió a hacer nada. Siempre hay un Luján en cada cuadrilla y ninguno de ellos se atreve nunca a hacer nada serio. Saben que no les volvería a contratar nadie en toda la provincia.

Olvida la mirada. Inicia el ordenador. Abre la página de chats donde habitualmente contacta con su sierva. Ella lleva ya un rato ahí, con las pinzas de la ropa atenazando sus pezones. Oye pasos y vuelve la pantalla. Su mujer, desde la puerta, le dice que quiere saber su opinión: los chicos no se ponen de acuerdo en si contratarán una fuente de chocolate negro o de chocolate blanco. “Las dos”, contesta secamente, y vuelve a poner su atención en el ordenador. Ella se marcha por donde vino sin decir ni una sola palabra más. Se conocen bien.

Mientras ordena a su sierva que se levante, siente una extraña sensación de frío, como si alguien se hubiera dejado abierta la ventana que hay a su espalda, la misma que siempre permanece cerrada. Cuando comienza a atar cabos ya es tarde para volverse.  La sierva continúa en pie, esperando su siguiente orden.





Onírica

16 06 2008

 

Cuando se cansó de buscarla sin éxito, decidió soñarla. La soñó joven, pero no demasiado. De mediana estatura y cuerpo menudo y elástico. La soñó con pelo negro cortado a la garçon, con cuello de cisne, ojos pardos y labios sensuales bajo una nariz angulosa y perfecta. Le soñó un trabajo hermoso e interesante, que requiriese de una previa generosidad personal: profesora de educación especial, trabajadora social, enfermera especializada en salud mental. Le soñó gustos parecidos a los suyos, lecturas similares, pasiones cinematográficas o musicales paralelas. Le soñó los olores, un aroma entre almendra y azahar en la piel, y a miel y hierbabuena en la boca. Y la soñó en el amor. La soñó tan lujuriosa como fiel, tan lúbrica como lúdica, tan ardiente y desinhibida en el lecho como tierna y divertida después, a la hora de las confesiones y los chistes íntimos.

La soñó, en fin, perfecta, única. La soñó por completo. Tan completamente que ni siquiera se quedó sin soñarle el nombre, el pasado, la familia, los orgasmos.

Y supo tan increíblemente bello aquel sueño, que decidió conformarse y no volver a intentar el acercamiento a ninguna de aquellas mujeres imperfectas que llevaba tantos años frecuentando. Tras hacerlo cada noche durante meses, acabó soñando también con ella en la vigilia, en las pausas para el café, en los almuerzos a solas, en los viajes en transporte público, en las solitarias travesías urbanas, cerrados los ojos a cualquier mujer real, porque ninguna era (porque ninguna sería nunca) la mujer soñada. Por eso, cuando se cruzó con ella, fue incapaz de reconocerla y prosiguió soñándola.





Juego de manos

10 06 2008

Para Dácil, que me llevó hasta este cuento.

Cuando no hablaba, nadie notaba su presencia. De pelo negro y profundos ojos azules, vestía, trabajaba y vivía con discreción. En la Oficina de Objetos Perdidos, aquel empleado nunca había llamado la atención de nadie, porque jamás se había destacado por nada, salvo por su eficacia, su diligencia y su imperturbable tristeza. Si alguien le hubiese observado, hubiera reparado en un hecho singular: la forma en que sus manos manipulaban todos y cada uno de los objetos cuya custodia le era destinada por los funcionarios que atendían al público. Maletas, cámaras fotográficas, paraguas, libros, carteras, pañuelos de seda con iniciales bordadas eran indistinta e indefectiblemente objeto de las caricias de las yemas de sus dedos. Luego los tocaba aún un poco más, con hábil disimulo, acariciándolos con una sola mano mientras la otra cumplimentaba la ficha correspondiente antes de que uno de sus subalternos los retirara de su mesa con destino al almacén general. Era como si el empleado buscase en aquellos contactos el consuelo de un amor inencauzable. Tampoco nadie sabía que, al cierre de la oficina, el empleado demoraba su salida y se ocultaba en el almacén donde tantas cosas perdidas añoraban a sus dueños. Y, mucho menos, que dejaba pasar las horas largas y lentas hasta el anochecer, vagando por el depósito, tomando de las estanterías esta o aquella cosa y utilizándola: leyendo alguno de los libros, prendiendo un cigarrillo con alguno de los encendedores, calzándose durante la lectura con unas pantuflas o unos zapatos. Y, sobre todo, acariciando. Acariciando todos y cada uno de los objetos que, ahora, a su alcance de sus manos, ya no estaban tan perdidos.

Y un día, una mujer celosa del orden, apareció en la oficina con anillo. Decía haberlo encontrado en los suburbios, justo al pie de la tapia del cementerio. No era de oro ni tenía piedras preciosas. Era una simple alianza de plata, sin decoraciones ni labrados. Estaba a unos metros de su mesa. Pero el empleado reconoció al instante aquel anillo de mujer que él había comprado hacía tantos años y había puesto en el dedo de una mano que adoraba. Cuando lo pusieron ante él, ni siquiera lo rozó. Se limitó a asentar la entrada y entregarlo al subalterno.

Ese día ni siquiera se molestó en disimular, más allá de lo estrictamente necesario para conseguir que nadie le evitara quedarse. No le importaban las amonestaciones, las reprimendas, los expedientes, las amenazas de despido. Sabía que ya nunca saldría de aquel lugar.

Así pues, penetró en la semipenumbra del almacén y, cuando llegó frente al anillo, lo tomó entre sus dedos y lo acarició con toda el ansia que llevaba galaxias de tiempo atesorando; con toda la inconmensurable ternura que había guardado para aquella mano que no podría volver a acariciar nunca. En ese instante, se hizo para él la oscuridad. Unas manos se habían puesto ante sus ojos y, en aquella penumbra, notó cómo sus labios dibujaban, por primera vez desde que ella partiera, una sonrisa. Con alivio, con placer, con asombro, la escuchó decir una y solo una frase, antes de dejarse arrastrar para siempre al abrazo más profundo.