La Wycherly, para redescubrir a Ross Macdonald

29 01 2016

En la página 181 de su Breve historia de la novela policiaca (Madrid, Taurus, 1962), Alberto del Monte, afirma:

Margaret Millar (1915), la actual presidenta de los Mystery Writers of America, publica también unas veces con su propio nombre (notables, entre otras novelas suyas, Beast in view, 1955, y The soft talkers, 1957), otras con el seudónimo de “Kenneth Millar” y otras con el de “John Ross Mac Donald”. En sus novelas (…), que tienen generalmente como detective a Lew Archer, ofrece ambientes corrompidos, psicologías morbosas; en una palabra, una humanidad mísera y tortuosa con polémica perspicacia y con dignidad literaria.

No va mal encaminado Alberto del Monte: Margaret Ellis Sturm, que firmaba con su apellido de casada como Margaret Millar era una fantástica escritora de novelas de misterio, como La bestia se acerca, cuyo argumento ha sido luego imitado hasta la saciedad. Pero Kenneth Millar no era un seudónimo, sino el nombre de su marido, quien comenzó a publicar cuando su esposa ya era una autora de éxito y acabó firmando como Ross Macdonald la mayoría de las novelas (calculo que unas dieciocho) y los relatos de la serie de Lew Archer, seguramente para evitar confusiones como la del pobre Del Monte.

Ross Macdonald, creator of Lew Archer, wearing a straw hat

Macdonald pertenece, creo, a la segunda oleada de grandes autores de hard boiled norteamericanos y lo leímos cuando éramos más jóvenes y queríamos presumir de haber leído a los que los mayores nos marcaban como imprescindibles. La lista siempre empezaba por Dashiell Hammett y Raymond Chandler y luego siempre incluía a MacDonald, James M. Cain, Horace McCoy, Mickey Spillane y Chester Himes. En medio, acaso en un puesto de honor, estaba siempre Ross Macdonald. Y por eso, acaso, porque lo da por clásico, porque lo da por evidente, porque hay muchas cosas nuevas que leer, o muchos descubrimientos de viejos maestros que se han quedado atrás y no están en los manuales (hace poco, sin ir más lejos, descubrí a Dorothy B. Hugues gracias a Eduardo García Rojas) uno a veces olvida lo estupendos que eran estos tipos.

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La Wycherly, de Ross Macconald, Barcelona, Navona, 2015, 365 páginas

Por eso es bueno que, de vez en cuando, ocurran cosas como esta: que una editorial, para el caso Navona, rescate alguna de sus novelas. para el caso La Wycherly, y te refresque no solo la memoria, sino también la mirada.

Me sucedió una cosa curiosa con La Wycherly: entró en casa durante la época navideña y la leí en los primeros días de año, que es justamente cuando transcurre esta historia tortuosa en la que Lew Archer debe encontrar a Phoebe, la hija del acaudalado Homer Wycherly, desaparecida hace semanas, investigación a lo largo de la cual va a encontrarse con las huellas de su madre, la explosiva Catherine, inmersa en un no menos explosivo divorcio de Homer. Y de paso, con una red de engaños. De extorsiones. De violencia. De corazones rotos poética y también literalmente.

Me sucedió también que redescubrí por qué me habían gustado las novelas que había leído de Macdonald (cosas como El caso Galton o El martillo azul), por qué otros amigos cuyo criterio respeto (como José Luis Ibáñez Ridao) vuelven a mencionármelo una y otra vez, por qué siempre recordaba a Macdonald como a un Hammett, pero con menos prisa, como a un Chandler, pero con más estructura. Sí: Macdonald cuenta con eficiencia, pero no sacrifica el estilo ni un hilo de reflexión sobre un tema de enjundia si cree que vale la pena. Y nunca le ocurrió aquello de que él mismo no supiera quién había matado a un determinado personaje secundario. Sus novelas funcionan como mecanismos de relojería, máquinas perfectamente engrasadas.

Macdonald supo convertirse en un clásico en el género respetando una clave ya instaurada unas décadas antes (su detective no se apellida Archer por casualidad) y prolongándola en novelas lúcidas y pesimistas, crueles y compasivas, brutales y poéticas, plagadas de pasajes dignos de recitar a viva voz y de diálogos vibrantes, inteligentes y llenos de verdad. Todo ello en historias en las que la intriga novelesca se pone al servicio de una humanidad a la que mira con ironía, pero también con conmiseración.

Así pues, leer hoy a Macdonald es volver a lo mejor de la buena novela negra, esa que indaga en las pasiones humanas mediante argumentos cuidados contados con estilo, y vale la pena hacerle un hueco entre fenómeno de ventas y fenómeno de ventas (esos que nos asedian hoy desde todas las mesas de novedades y los expositores y que dentro de cincuenta años no valdrán nada) para comprobar que novelas como La Wycherly continúan tan vivas como en 1961 y diciéndonos más y más cosas a cada lectura.





La calidez de Pamplona en enero

20 01 2016

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En Pamplona Negra lo único que cojea es su director, el polifacético escritor Carlos Bassas, que se recupera de una complicada lesión deportiva que lo obliga a ir con muletas y someterse cada día a duras sesiones de rehabilitación, lo cual no le impide estar, como suele, en todos lados sin olvidar ni un solo detalle. Así, solo, o con alguno de sus cómplices (como Carlos Erice Azanza), se le ve puede ver volviendo de recoger invitados en el aeropuerto o en el hotel, pendiente de que no falte algún material, presentando actos, organizando reconstrucciones policiales o acompañando al siguiente ponente a buscar la emisora de radio a la que debe acudir. Carlos y el equipo de Baluarte (con la meticulosa Vera Wrana en la coordinación), hacen que en esta segunda edición de Pamplona Negra no falte absolutamente de nada, que todo esté donde debe estar y exactamente en el momento preciso.

Me consta que esto es muy difícil, que es muy complicado combinar talleres, conferencias, proyecciones de cine, coloquios, reconstrucciones de la escena del crimen y degustaciones gastronómicas sin que haya ninguna pifia. Pero ellos lo consiguen y continúan haciendo que el abundante (y pacientemente amable) público que acude a cada acto se vaya a su casa con buen sabor de boca. Este festival, que nació el año pasado, con una maquinaria eficiente y engrasada que ya quisieran para sí otros eventos, ha vuelto para seguir siendo el primer festival del año, la primera cita que ya no puede uno perderse.

En esta ocasión me ha tocado recoger el testigo de Juan Ramón Biedma y responsabilizarme del taller de novela negra. No me rompí la cabeza imaginando un título y lo llamé, simplemente, La tinta y la pólvora. Y ahí estamos, desde ayer, frente a 17 personas de todas las edades y oficios, intentando desentrañar algunos de los trucos de la disciplina, mientras en la sala de al lado, Nacho Faerna hace lo propio con el lenguaje cinematográfico, en el taller Una chica y una pistola.

Ha sido solo el arranque. El resto de la semana está llena de actividades que traen a Iruña algo de lo mejorcito del Noir hispano. Pero, como me conozco y sé que luego el ajetreo hará que se me haga tarde para decir lo que tengo que decir (motivo por el cual hace tantas semanas que no dejo nada para ti en este blog), he decidido que, antes de que todo continuara adelante, debía pararme un momento a decirlo. Así que me he sentado un momento en la habitación del hotel, he pinchado el cedé de la edición especial de Kind of Blue que adquirí ayer en uno de los puestos de discos y libros de Baluarte (9,90 euros) y he escrito esto, para que quede constancia.

Ahora ya puedo prepararme para lo que vendrá esta tarde, y mañana, y pasado. Pero solo después de dejar claro, nuevamente, que en Pamplona Negra solo cojea su director. Y, de paso, que aquí lo único que es frío es el clima, que todo lo demás es pura calidez.