Celia le telefonea cada domingo desde hace ya meses. Siempre a las cuatro de la tarde, cuando el barrio comienza a despertar tímidamente de su siesta mansurrona. Tiene una voz adolescente y risueña, con momentos de duda o timidez. Le pregunta como está y le habla de cómo está ella misma. Le cuenta que acaba de llegar de dar un paseo por la avenida de la playa o que pasó el sábado por la noche con un nuevo novio que no acaba de convencerla. Luego salta de un tema a otro con elasticidad de contorsionista. Polanski, Hermann Hesse y Magritte conviven en ella con la ductibilidad del cobre, la composición química de la atmósfera secundaria o los peligros de las grasas saturadas. Él la escucha con placer, le da las réplicas, sugiere nuevos temas cuando, sorprendentemente, la conversación tiende a la languidez. Casi siempre acaba hablando de lo mismo: de lo sola que se siente, de la tentación que la asalta en ocasiones de coger el coche y presentarse a la puerta de su casa, de la manera en que se imagina entre sus brazos, desatando una pasión contenida hace tanto. Entonces él propone que se vean de una vez por todas, que prueben a encontrarse. Algún día lo haré, concluye Celia. Algún día me presentaré ahí y nos enfrentaremos a la verdad. Algún día. Puede que pronto. A lo mejor lo hago esta semana.
Siempre la misma cantinela. Y siempre el mismo resultado: el Cuídate mucho, mi amor, hasta el domingo, justo antes de colgar.
Él, entre otras muchas cosas, se pregunta si se atreverá algún día a dar ese paso, si realmente se acercará hasta su casa (él no podría, porque no sabe dónde vive ella) y mostrará, de una vez su rostro. También se pregunta cuándo se conocieron, cuándo se vieron por primera vez. Al principio, Celia solía aludir a vagos encuentros en inauguraciones de exposiciones o a una copa tras una mesa redonda o a amigos comunes que los habían presentado.
Esas son algunas de tantas preguntas. Tantas preguntas que se hace y le haría si no temiera que dejase de llamar, ahuyentada por su insistencia. Porque, aunque al principio pasó de la extrañeza a la inquietud hasta llegar a la costumbre, aunque pensó que estaba loca o que se trataba de alguna antigua amante que quería burlarse de él, ahora no sería capaz de pasar el domingo sin sus llamadas desde número oculto, sin su conversación dispersa, sin sus posibilidades de encuentros que jamás se realizarán, estaría perdido entre las tinieblas de la soledad.
Por eso los domingos está siempre a esa hora en casa. Por eso no se separa del teléfono hasta que llama. Por eso después de cortar, se arregla y sale a recorrer la ciudad vacía y adormilada, donde, quién sabe, quizá se cruce con Celia.