De engranajes

30 10 2008

Con la sartén al fuego y el aceite ya caliente, abre la nevera para sacar los huevos y uno de los imanes en forma de botella le hace recordar la botella de vino de Lanzarote que le han regalado hace poco. La palabra Lanzarote le recuerda la versión de Richard Thorpe de “Los caballeros de la Tabla Redonda”. Ese recuerdo lo lleva al cine de barrio donde vio esa película a los ocho años, lo cual le recuerda a su vez los paquetes de papas grasientas y crujientes que su padre le compraba, y eso acaba por recordarle que ha olvidado comprar huevos. Cierra la puerta de la nevera. Apaga el fogón. Se pregunta qué hora será. Se contesta que es demasiado tarde.





Ámbito Cultural acoge una lectura en recuerdo de Dolores Campos-Herrero

29 10 2008

Jueves 6 de noviembre, a las 20.00 horas

  ·        Instituciones, asociaciones y alumnos de la escritora participan en este acto que tendrá lugar el 6 de noviembre  

Con motivo del primer aniversario del fallecimiento de Dolores Campos-Herrero, amigos, escritores, periodistas, músicos, miembros de Talleres de Escritura, Clubes de Lectura, asociaciones e instituciones se reunirán el próximo jueves 6 de noviembre a las 20.00 horas para recordar a la querida  y reconocida autora canaria.

El acto, que dará comienzo a las 20.00 horas, consistirá en la lectura de diversos textos de Campos-Herrero, desde sus inicios con Chanel número 5, hasta su obra publicada póstumamente, Finales Felices. Para participar en dicha lectura, remitan sus datos a la dirección de correo electrónico ambitocultural_lpa@elcorteingles.es antes del 31 de octubre.

Dolores Campos-Herrero, nacida en Arona y fallecida en Las Palmas de Gran Canaria en 2007, cuenta entre su numerosa producción literaria los poemarios Chanel número cinco y Siete lunas; Los libros de relatos Otros domingos, Basora, Veranos mortales, Santos y pecadores, Rosaura y los autómatas, Eva, el Paraíso y otros territorios, Alejandra me mira, Daiquiri y otros cuentos y Finales felices. Así como la novela Azalea (Premio Atlántico de Literatura infantil 1993), o su incursión en Internet, que ha sido recogida en el libro de reciente publicación Breverías.





Oratoria

26 10 2008

 

Había un hombre al que le gustaba mucho hablar. Pero más que hablar, le gustaba escucharse. Como este hombre era profesor de universidad, doctor y especialista en diversos autores bastante desconocidos para el gran público pero muy apreciados por los académicos y la crítica, tenía muchas oportunidades para hacer aquello que más le gustaba y  no sólo cobraba por ello, sino que, al finalizar, le daban la mano, le palmeaban la espalda y le permitían ser el centro de los banquetes posteriores, donde, ahora gratis, continuaba hablando sin parar, escuchándose a sí mismo con fruición infinita.

Pasaron los años y el hombre hablaba y hablaba, escuchando con atención, casi con idolatría, las frases que salían de sus propios labios, las cuales le parecían siempre muy brillantes. Tanto le gustaba escucharse a sí mismo que sus orejas comenzaron a crecer y a crecer. Pero al hombre no le interesaba en absoluto lo que pudieran decir los demás, probablemente menos inteligentes y sin duda menos ingeniosos que él. Por tanto, sus enormes orejas de chimpancé fueron orientándose, poco a poco, pero inevitablemente, hacia su boca, hasta que casi ocultaron su rostro por completo. Aún quedaba entre los lóbulos una rendija que cumplía la doble función de permitir entrar el oxígeno y la salida de sus importantes palabras para que el auditorio pudiese también disfrutar de su arte. Desgraciadamente, esa exigua abertura desapareció una tarde en que este señor tan serio y tan elocuente explicaba su proyecto de escribir una serie de setenta y ocho poemas dedicados a una parada del metro en la que había perdido su Mont Blanc. Tan original e interesante le resultaba la idea, tan eficaz le parecía la forma de expresarla, que sus orejas acabaron por taponar completamente su boca y sus fosas nasales. Así que el hombre pereció asfixiado en medio de su discurso, dándose la terrible circunstancia de que lo hizo sin poder escuchar las que hubieran sido sus últimas palabras, sin saber cuál sería la última gran sentencia que regalara a la posteridad.





El anfitrión

22 10 2008

 

Los escritores fueron convocados. Como se les dijo que habría cóctel y canapés, acudieron todos sin excepción, desde el incierto diletante al maestro indiscutible. Palmeándose o mostrándose espaldas, mirándose de frente, de reojo o desde arriba, según quién y a quién, estrechándose manos o intercambiando besos, disfrutando del que ellos suponían merecido ágape cuando, de pronto, sonó la voz del anfitrión, quien ordenó la amputación de las manos de todos los asistentes, un momento antes de que un ejército de verdugos, enormes e imperturbables, se aplicara rápida y eficazmente a la tarea. Fueron trasladados después a sus respectivos domicilios, previa asistencia sanitaria, mientras aún se oían las quejas y los sollozos de quienes no se habían desmayado.

Un mes más tarde, casi la mitad de los escritores había aprendido a escribir con los pies. El anfitrión volvió a convocarlos, prometiendo un suntuoso banquete de desagravio. Cuando estuvieron reunidos, los verdugos se pusieron rápidamente a trabajar. Pero en esta ocasión decapitaron a todos aquellos que no habían aprendido a escribir con los pies, y cortaron los pies de quienes sí lo habían hecho.

Nuevamente en su casa, la mayoría de los escritores supervivientes desistieron de proseguir con su oficio. Pero, unos pocos, en concreto, diez, aprendieron a teclear con la nariz.

Para la siguiente atrocidad no hubo convocatoria pública. Los verdugos, organizaron en pelotones nocturnos, fueron entrando en las casas de los escritores y llevaron a cabo la matanza en una sola madrugada de cuchillos sanguinolentos e inútiles peticiones de clemencia. Ejecutaron a todos los escritores, menos, por supuesto, a aquellos diez nasoamanuenses, a quienes cortaron la nariz.

De esos diez, tres aprendieron a utilizar la pluma con la boca. Los restantes fueron ejecutados anoche.

Hoy nos convocó nuevamente el anfitrión. Tres suntuosos carruajes vinieron a buscarnos. Asistimos, resignados, a las que creíamos nuestras últimas horas.

El anfitrión nos agasajó con un majestuoso banquete y nos agradeció, no sólo nuestra asistencia, sino lo que él describió como nuestra paciencia infinita. Luego se comprometió a mantenernos durante el resto de nuestras vidas, y, cuando éstas cesaran, a publicar nuestras obras completas, erigir monumentos conmemorativos en nuestra memoria, poner nuestros nombres a calles, bibliotecas y centros educativos. También se responsabilizó, en adelante, de liberar cualquier suma que considerásemos, y satisfacer cualesquiera necesidades (o caprichos) que llegásemos a imaginar. Pero todo esto con una única aunque ineludible condición: que continuásemos escribiendo.

En mi casa, al regreso de esa visita en la que temí hallar la muerte, he entendido el verdadero propósito del anfitrión, el objetivo que se escondía tras su aparente crueldad.

La pluma se desliza con lentitud sobre el papel. Mi saliva produce borrones en los senderos tortuosos de la tinta, pero ahora (sólo ahora) sé cuál es el verdadero sentido de mi existencia. 





Hipocondría

22 10 2008

Los lunes le duele la espalda. Los martes sufre cefaleas terribles y su tensión arterial se pone por las nubes cada miércoles, a partir de mediodía. Suele tener crisis de sinusitis cada jueves y su vieja lesión de menisco le da la lata los viernes. Siempre hay algo que anda mal en sus tripas los sábados. Los domingos la echa de menos. Sobre todo por la tarde.





Todos estuvieron allí

22 10 2008

Ayer aparecieron todos ellos a leer sus microrrelatos en el Memorial Dolores Campos-Herrero. Fueron setenta y cinco minutos de narrativa de estilos diversos, de variadas temáticas, de voces dispares unidas todas en el ritual de la brevedad y en el homenaje a la que más destacó de entre todos en este campo.

La velada comenzó con cuentos de Lola leídos por Marisol, su hermana, y finalizó con uno de sus artículos, en la voz de Michel Jorge Millares.

En total, tomaron la palabra una veintena de personas. Sus nombres: Marisol Campos-Herrero, Antolín Dávila, Juan Carlos de Sancho, Carlos Álvarez, Luis León Barreto, Rosario Valcárcel, Carlos de la Fe, Eduardo González Ascanio, Ángeles Jurado, Judith Bosch, Santiago Gil, Pepe Olivares, Michel Jorge Millares, Tony Murphy, Berbel, Juan Carlos Domínguez, Purificación Santana, Antonio Becerra y quien esto escribe.

Algunos traíamos cuentos ya publicados. Otros leían en público por primera vez. Incluso hubo quien leyó directamente de su bloc de notas. Quien se lo perdió, ya sabe que tiene otra oportunidad… el año que viene, por estas fechas.  





Entrada maleducada

20 10 2008
Quienes me conocen personalmente saben que soy, por educación o por carácter, esencialmente mal hablado, como suele decirse en mi pueblo. Quizá porque hay cosas a cuya descripción sólo puede acercarse un taco. En Ceremonias suelo publicar sólo textos literarios o pequeñas noticias. Nada personal, aunque algunos lectores puedan confundirme con mis personajes. El texto que sigue sí es personal. No he consultado los archivos, pero creo que es la segunda vez que lo hago. En todo caso, les advierto que mi lenguaje no será lo que se dice limpio, de lo cual quiero avisar desde ahora para que luego nadie se sienta ofendido. Hecha la advertencia, diré lo siguiente:

La muerte es una cabrona. Una auténtica hija de perra. Es cabrona y traidora. Además, la muy zorra tiene buen gusto, porque siempre se lleva a los buenos, a los justos, a los brillantes, a los bellos.

En los últimos tiempos me ha arrebatado a algunas personas cercanas, a quienes apreciaba por uno u otro motivo. Personas más o menos conocidas. Más o menos jóvenes. Pero todas ellas seres que hubiera deseado estuvieran aquí mucho más tiempo del que esa bastarda de Dios les permitió estar.

Hoy se cumple un año de la desaparición de Dolores Campos-Herrero, una de esas personas que no debieron irse. No se trataba sólo de una excelente escritora, sino de alguien de infinita generosidad personal, cuya labor alentó (y continúa alentando) a las nuevas generaciones de escritores en este lugar que tanto lo necesita. Sé que a ella no le hubiera agradado mi lenguaje, porque era una persona muy correcta, incapaz, que yo sepa, de insultar a nadie. Pero también sé que me hubiera aceptado tal como soy, me hubiera tolerado igual que siempre hizo con todos. Incluso se habría sonreído ligeramente ante mi salida de tono, con aquella sonrisa que quienes la conocimos no olvidamos.

Para conmemorarla, haremos algo que a ella le gustaba mucho: reunirnos a leer microrrelatos. Simplemente eso. Sin discursos ni seriedad. Estaremos muchos, de muchas edades, muchos gustos, muchas tendencias distintas y leeremos cuentos mínimos, eso que ella denominaba breverías (y que se le daba tan bien), improvisando el orden de las intervenciones.

Intentaremos, así, que ese espíritu inteligente y juguetón que era Lola continúe presente en esa Jam Session, como lo estuvo en todas las citas precedentes, a las que ella jamás faltó.

Será en el Matasombras de Cuasquías, (San Pedro, 2), a partir de las 20:30, hoy lunes, 20 de octubre. Estás invitado o invitada a asistir y, si escribes microrrelatos, también a leerlos.

Nos vemos allí, en el II Memorial Dolores Campos-Herrero.

Pasaremos un buen rato y haremos un esmerado corte de mangas a la solemnidad. Y, en cuanto a la muerte, por una vez, que se joda.

 

 





Para una dieta equilibrada

20 10 2008

 

En algún momento abandonó su dieta habitual y comenzó a alimentarse exclusivamente de recuerdos. Desayunaba canciones de Manzanero o Silvio Rodríguez. Almorzaba el olor de las manos de su madre o el tacto del cabello de Pablo una de aquellas tardes del verano en que hicieron por primera vez el amor. Cenaba cualquier cosa: domingos de excursiones campestres, la orla de su hermana menor, la tarde en que, al salir con Roberto del cine, comenzó a llover a cántaros y se refugiaron en la biblioteca pública.

Tardó poco en adelgazar y adquirir la apariencia cadavérica de quien se alimenta sólo de fantasmas. Aun así pasaba de largo ante mercados y restaurantes, desoyendo sus, para ella, vanos cantos de sirena.

Fue aislándose. Dejó de merendar con sus amigas, de ir a comer a casa de su madre, de salir de cena con su amante, que, desconcertado, no entendía por qué ella no respondía a sus llamadas.

Preciso es reconocerlo: se ahorraba un dineral. Pero con frecuencia se quedaba con hambre y pasaba las noches desvelada, masticando aquellos besos de su época de la universidad o lamiendo de su propia piel el salitre de unas vacaciones en Formentera.

Comenzó a sentirse mal. Terribles cefaleas, accesos de llanto, indescriptibles ardores de vientre.

Un jueves, para intentar distraerse del sufrimiento, abrió su álbum de fotos e intentó revivir primeras comuniones, cumpleaños, días del padre, orlas y entregas de diplomas, vacaciones con Roberto, fiestas con Pablo. Conocía bien todas aquellas instantáneas. Pero ya no eran las mismas. En éstas de ahora, se daba una extraña circunstancia: ella no aparecía con la edad que tenía en los momentos en que fueron tomadas. Ni siquiera con la de ahora, sino con una edad que aún no había cumplido. En las fotos, aparentaba tener unos setenta años. Era una anciana flaquísima, de pelo blanco, rostro tremendamente arrugado, labios secos y fruncidos en un mohín de hastío, ojos invariablemente tristes. Una vieja triste y sola que, a lo largo de los años, se había alimentado única y exclusivamente de recuerdos.

Al reconocerse en ella, comprendió.

Sacó del congelador un estofado que había sobrevivido a su no tan lejana etapa de omnívora y, mientras el microondas lo resucitaba, arrojó el álbum de fotos a la basura y marcó en su teléfono el número de su amante. Ese día no le apetecía cenar sola. 





El vigía

15 10 2008

Vivo en el octavo de un edificio de once pisos. Antes de acostarme, cosa que nunca hago antes de las tres de la madrugada, acostumbro a fumar un cigarrillo en el balcón contemplando el parquecito que me separa del edificio gemelo. Este es un barrio tranquilo. A esa hora hay pocas luces encendidas. Nadie se asoma ya a ventanas o balcones, salvo el viejo del séptimo. Ahí enfrente, a la luz de lo que debe ser su dormitorio, están siempre su cabeza calva, su camisilla blanca, sus manos prendiendo un cigarrillo tras otro.

El viejo, inmóvil, mira al parque y mira a mi balcón. Yo, igualmente inmóvil, miro al parque y miro a su ventana. Nunca miramos al cielo. Sólo adelante y abajo, con esa atracción que el abismo ejerce sobre nuestra condición de noctámbulos solitarios.

Cuando acabo mi cigarrillo, me vengo a la cama y olvido que he visto, una noche más, al viejo. Olvido que lo he visto y olvido que ese apartamento donde lo veo lleva seis meses vacío, desde que el anciano solitario que habitaba allí se arrojó por la ventana. Nadie sabe por qué lo hizo. Como siempre, en su momento se habló de abandono, de viudez, de depresión, de soledad. Quizá esa fue la única fórmula que se le ocurrió para conciliar el sueño.

Por supuesto, no puedo contar a nadie que lo veo ahí, cada noche, fumando y mirándome. Así que he decidido escribir esto, para que alguien pueda atar cabos si mi insomnio empeora.





Penúltimo deseo

2 10 2008

 

No quiero que estés aquí   

          cuando me alcance la muerte

          para cerrar estos ojos

          que habrán dejado de mirarte. 

No quiero que estés aquí

          para amortajar este cuerpo,

          inútil si no has de volver

          a sentirlo contra el tuyo. 

No quiero, cuando me alcance la muerte,

          que cruces estas manos

          que no podrán ya

          de nuevo acariciarte. 

No quiero que recibas

          los más sentidos pésames  

          de los más asentados pusilánimes,  

          los abrazos amigables  

          de mis inolvidables enemigos,  

          las sonrisas cariñosas  

          de quienes nos negaron el saludo. 

No quiero que estés aquí 

          cuando me alcance la muerte;  

          cuando su hálito convierta  

          en desaliento mi aliento  

          y un médico levante acta   

          del cese de mis funciones. 

Cuando me alcance la muerte   

         no te quiero junto a mí. 

No quiero que estés entonces.         

                                                                 Pero, hasta entonces…