Las pesadillas de David Llorente

24 08 2015

En casa suelen entrar dos o tres libros a la semana como mínimo. En ocasiones, cinco o seis. Si, además, uno ha viajado a algún encuentro literario, el botín que se trae jamás baja de la docena de títulos. Aparte de la cantidad, existen los compromisos: el libro para el que te han pedido un prólogo, los que tienes que leer para documentarte sobre un tema concreto sobre el que estás escribiendo, la relectura de ese autor que se acaba de morir o al que le han dado uno de los grandes premios y sobre el que quieres escribir algo. Y, por supuesto, están los gustos, las apetencias y hasta el tiempo atmosférico. Hay días que son para cuentos fantásticos y tardes para novelas históricas; hay semanas para leer un clásico y otras para el ensayo político. Incluso hay mañanas de domingo en que amanece con olor a cómic. O a poesía. Y, de hecho, hay temporadas completas en las que no deseas leer nada donde aparezcan psicópatas y asesinos en serie.

Te quiero porque me das de comer, de David Llorente, Barcelona, Alrevés, 317 páginas.

Te quiero porque me das de comer, de David Llorente, Barcelona, Alrevés, 317 páginas.

Esta última es la única excusa que tengo para no haber leído hasta hoy Te quiero porque me das de comer, de David Llorente. Como excusa es pobre, lo sé, pero muchos letraheridos entenderán que dada la tendencia inflacionaria en ese sentido, a veces uno necesite alejarse un poco de los psicópatas, la policía científica y las/los agentes obsesionados con capturar a esos refinados monstruos, verdadera encarnación del mal, que rompen el orden social con su cínica afición por el sufrimiento ajeno. En el caso en el que los autores han leído a Thomas Harris y se enamoran de asesinos carismáticos y sibaríticos la cosa suele cansarme aun más.

Por eso, y no por otra cosa (mea culpa) dejé de leer en su momento esta novela que comienza diciendo que el asesino en serie carece de empatía, que acostumbra a cosificar a sus víctimas. Mis prejuicios (mis obligaciones, mis apetencias, mis necesidades estéticas de esos días) me hicieron dejar para otro momento la lectura de la novela de David Llorente. Incluso después, cuando conocí al autor y le escuché hablar en una mesa redonda acerca de sus procesos creativos, cuando me sentí identificado con su forma de entender el oficio, continué postergando el momento de sentarme a leer su novela, que, mientras tanto, iba cosechando estupendas críticas, elogios de personas a quienes admiro y hasta algún premio, como el Silverio Cañada, que concede la Semana Negra de Gijón.

Hace un par de semanas, sin embargo, y después de una temporada en la que me prohibí a mí mismo novelas negras (lo necesito de vez en cuando, igual que, una vez al año, durante un mes, dejo de beber), logré sacar un hueco para hincarle el diente a este libro que no pude soltar. No por su acción trepidante (desde hace tiempo, me la suda la acción trepidante), no por su ritmo cinematográfico (cuando quiero cine, veo cine), sino, sencillamente, por su estilo, por su verbo, por su estructura, por la inteligencia con la que va superponiendo historias que transcurren paralelas, se entrecruzan, se separan o se truncan a lo largo de diez años en un barrio de Carabanchel (Madrid, España, Europa, el mundo), que tiene tanto de real como de fantasmagórico, alternando enumeraciones y fragmentos de textos objetivos (recetas de cocina, partes meteorológicos, fragmentos de vademécum o instrucciones para consumir heroína) que sirven como contrapunto a una trama contada en capítulos que constan cada uno de un solo y largo párrafo contados por un narrador doble que admite preguntas de un segundo narrador, probable extensión de sí mismo.

Se ha hablado, a propósito de este libro, de estas características de estilo, así como de su puntuación, como de absolutas novedades. No es cierto. El párrafo largo no es nuevo: Thomas Bernhard, Camilo José Cela o Roberto Bolaño lo han utilizado no ya por espacio de un capítulo, sino de novelas enteras. Ni siquiera es nuevo que la posición del narrador sea la de un catecismo de preguntas y respuestas. Lo usa Laurence Sterne en su Tristram Shandy para introducir diversas digresiones y Joyce, en el Ulises (sí, ese «libro sobrevalorado», ese «texto plomizo que solo leen los pedantes») lo exploró hasta el paroxismo en su penúltimo capítulo. En cuanto a la puntuación, los lectores de, por ejemplo, Juan Goytisolo ya saben que no hay nada nuevo bajo el sol.

Lo que sí es nuevo (o al menos poco frecuente en las mesas de novedades de hoy) es lo que hace David Llorente con todo esto, su capacidad para fabular hasta el infinito y presentarnos lo que sospechamos solo un fragmento de la colosal historia del Carabanchel que hay en sus pesadillas (el que transcurre entre 1993 y 2003) de una manera tan impecable como implacable; su voz peculiarísima que explora todos los caminos del rencor, el sexo, la violencia y la desesperanza, la crueldad y el amor y nos presenta una realidad tanto social como psicológica que es el mundo perfectamente psicopático en el que se mueve su asesino en serie con un humor negro y una sutilísima ternura que no ceden, sin embargo, ni un solo centímetro a las huestes del correctismo.

Dura, consistente, brillante, la novela de David Llorente presenta pasajes de una inasible belleza que la hacen memorable. En conjunto, constituye una verdadera lección para quienes piensan que la novela en general ha agotado sus posibilidades y que la novela negra en particular ya ha dado de sí todo lo que tenía que dar.

Por mi parte, debo reconocer que me había perdido un verdadero festín literario al dejarla dormir tanto tiempo en mi estantería. No me ocurrirá lo mismo con el próximo libro de David Llorente. No sé si lo tiene entre manos ya o no, pero, en cuanto tenga noticia de su aparición, correré a por él.





Las mil y una noches de Jan Potocki

17 08 2015

Sobre mi mesa de noche ha estado hasta hace unos días una novela con bellas mujeres que se hacen el amor entre sí y seducen en equipo a los caballeros solitarios. Y con hermosos jóvenes alados destinados a hacer lo mismo con una joven maga judía. Esa misma novela contiene desapariciones, vampiros, posadas encantadas, transfiguraciones, apariciones y endemoniados. Y también magos cabalistas, asesinos a sueldo, bandoleros, duelistas, contrabandistas y piratas. Además, aparecen en ella caballeros errantes, jefes gitanos, viajes y castillos protegidos por fosos inmensos, altas almenas y muros inexpugnables; y también con mansiones subterráneas llenas de tesoros inimaginables.

manuscrito alianza

Pensarás que hablo inventos recientes, del último pastiche de alguna editorial de novelas de consumo. Pero no, porque, además de todo eso, se trata de una de esas rarezas que abundan entre los clásicos, un texto que ha fascinado a legiones de lectores a lo largo de generaciones y que aún continúa comunicándonos sus sentidos. El conde polaco Jan Potocki (1761-1815) comenzó a publicarla (lo hizo en francés y en dos entregas) en 1804, y la tituló Manuscrito hallado en Zaragoza. Constituye un fantástico juego de espejos, de narradores dentro de la narración (narradores intradiegéticos, para los narratólogos), que ningún amante de la literatura fantástica debería perderse.

manuscrito acantilado

Como reza el título, la novela finge ser un manuscrito encontrado en Zaragoza por un oficial napoleónico. El asunto es el viaje por la Sierra Morena del joven e ingenuo caballero Alfonso van Worden, para incorporarse a su regimiento. Y desde el comienzo, comenzarán a sucederle sucesos imprevistos. Como botón de muestra, los hechos de su primera jornada: sus criados irán desapareciendo, se perderá e irá a parar a una misteriosa posada donde se encontrará con dos hermanas, Emina y Zibedea, que crecieron absolutamente aisladas del mundo, aprendieron, ellas solas, los misterios del amor, y buscan ahora un marido que puedan compartir, un marido que, por motivos de sangre, solo puede ser Alfonso. Tras una noche con esas dos bellezas, Alfonso se despierta lejos de la posada, entre los cadáveres putrefactos de los hermanos Zoto, ahorcados ya hace tiempo. Esta es solo la primera de las Catorce jornadas de la vida de Alfonso van Worden de que consta la primera parte Manuscrito encontrado en Zaragoza. El resto es una sucesión de aventuras y encuentros con personajes singulares, cada uno de los cuales cuenta su historia. Y dentro de algunas de esas historias, aparecerán personajes que cuentan otras, en las cuales se entremezclarán nuevos personajes que narran otros cuentos.

manuscrito valdemar

Por sus temas y estilo, por su profusión de lugares encantados y sucesos sobrenaturales, su tendencia al arabesco, la miscelánea y el exotismo, no es de extrañar que se la relacione con Las mil y una noches, El Decamerón o los cuentos de Chaucer; que marcara la literatura gótica posterior; que autores como Washington Irving o Gérard de Nerval llevaran su influencia hasta el plagio y que se la considere hoy un clásico de la literatura fantástica. Incluso la adaptación cinematográfica de Wojciech J. Has (1965) contó con admiradores como Luis Buñuel, Martin Scorsese y Francis Ford Coppola. Estos dos últimos restauraron y relanzaron la película de Has en 2001.

manuscrito has

Obra extensa, compleja y caleidoscópica, pero de lectura amena y sorprendente, se edita en España en diferentes versiones y traducciones: desde las más completas de Acantilado, Pre-Textos y Valdemar a la de Alianza Editorial, que sigue la realizada por Gallimard en 1958, omitiendo en su práctica totalidad las historias de naturaleza picaresca que ocupan la segunda parte (Avadoro, historia española).

Uno puede leer primero esta última, o lanzarse directamente a la obra completa. En cualquier caso, no hay que perderse el escalofriante placer de vagar por Sierra Morena con el ingenuo y vanidoso Alfonso van Worden, en esta rara y magnética joya del XIX.





Personas de orden

14 08 2015

En casa, gracias a ese invento de la televisión interactiva, hemos visto una serie danesa titulada Borgen, que trata acerca de los entresijos de la política danesa siguiendo a una líder del Partido de los Moderados que llega a ser primera ministra.

Es, por supuesto, una ficción. Habla de las perversidades, los juegos sucios, las hipocresías, la manera en que las decisiones y hasta las circunstancias personales de los dirigentes políticos influyen en la ciudadanía. También, por supuesto (el psicodrama es importante), sobre cómo la actividad política cambia la vida de aquellos que se dedican a ella profesionalmente.

Pero no es esto lo que nos llama la atención en casa. La ficción política es uno de nuestros subgéneros favoritos y ya estamos acostumbrados a que los guionistas desplieguen todo el argumentario de Maquiavelo y Hobbes. Los seguidores de House of Cards o de Boss (con esos villanos y villanas dignos de Shakespeare) saben a qué me refiero. Lo que nos llama la atención es una serie de hechos que los guionistas dan como evidentes, porque en su país deben de ser perfectamente normales y que a nosotros nos parecen directamente ciencia ficción, cuando los comparamos con lo que sabemos acerca del ejercicio del poder en nuestro país.

Un ejemplo: en Borgen, todos los partidos con representación parlamentaria tienen su sede en el mismo edificio. Comparten pasillos, escaleras, ascensores y hasta menaje. No sé cuáles serán los inconvenientes de esta situación para los partidos, pero cada vez que el representante de un partido quiere reunirse con el de otro, simplemente cruza un pasillo o sube o baja una planta y entonces mi pareja y yo hacemos cálculos sobre cuánto se habrá ahorrado el erario público en combustible, coches oficiales, chóferes y seguridad.

Otro ejemplo: dado el espectro plural de partidos y la diversidad de voto, todos los partidos se verán obligados, en un momento u otro, a forjar alianzas para formar gobierno. Pero los partidos anuncian durante la campaña electoral con qué otras formaciones del espectro harán pactos en caso de obtener la confianza del electorado. Y esas, sus posibles alianzas, forman parte de su programa.

Sin embargo, el último ejemplo es el que hizo que nuestros ojos se desorbitaran desde los primeros episodios: en Dinamarca los políticos dimiten. Y no dimiten cuando hay una sentencia firme en contra de ellos. Ni siquiera es necesario que se sospeche que han cometido un acto ilegal. Basta, antes bien, con que exista por su parte una vulneración de la ética profesional. En Borgen, un primer ministro de la nación dimite porque llega a la opinión pública el hecho de que ha pagado con su tarjeta para gastos oficiales un bolso comprado por su mujer en pleno ataque depresivo.

No cuento más para no estropearte el visionado. Pero esta semana no he podido dejar de pensar en Borgen.

Amén de vacaciones de ministros que llevan cuatro años veraneando en hoteles sin licencia y pretenden hacernos tragar que han cruzado el océano para pasar cuarenta y ocho horas en un hotel de República Dominicana, esta mañana he podido seguir la comparecencia de Jorge Fernández Díaz, quien afirma haberse reunido en su despacho del ministerio del Interior con Rodrigo Rato para discutir cuestiones de seguridad que afectan al exministro hoy caído en desgracia. Y haberlo hecho no en un bar ni en un piso franco, sino con “luz y taquígrafos” (luz habría, pero taquígrafos no había por ningún lado; y, mucho menos, grabadoras). Dejando a un lado la pregunta de por qué Rato goza de la prerrogativa de reunirse directamente con el ministro para tratar temas que otros deben tratar en comisaría o, como mucho, con un director general, ahora ya da igual la explicación que quiera dar Jorge Fernández Díaz sobre los motivos, los contenidos y el desarrollo de la reunión.

Rodrigo Rato (encausado por el caso Bankia) y Jorge Fernández Díaz (ministro del Interior) podrían haber hablado sobre el tiempo, el campeonato del mundo de badminton o lo caras que se han puesto las hortalizas. Incluso podrían no haber hablado de nada y dedicado dos horas de sus apretadas agendas a mirarse tiernamente a los ojos. Porque, a mi modo de ver, esta asunto no trata sobre si el titular de Interior habló con Rato o no sobre los procesos con los que está relacionado. Tampoco sobre si la reunión fue secreta o no (para ser francos, Fernández Díaz pretendió que así fuera, pero un periodista lo pilló con el carrito de los helados). Todo eso huelga, ahora que la noticia ha salido a la luz. Nadie puede demostrar que Fernández Díaz y Rato hayan hablando sobre procesos judiciales, por supuesto. Pero es que nadie, tampoco el ministro, puede demostrar que no lo hayan hecho. Así pues, el ministro del Interior debe dimitir. No por lo que haya hablado con Rodrigo Rato en su reunión con él, sino, lisa y llanamente, por el hecho (reconocido por él mismo) de que esa reunión ha tenido lugar.

Al menos, ese es el tipo de comportamiento que uno espera de una persona de orden. Lo demás, como opinó un diputado de la oposición durante la comparecencia del ministro, son milongas.