Ah, el plagio

4 10 2015

«Narciso en la fuente». Atribuido a Caravaggio

De vez en cuando vuelve a ocurrir: los autores de obras lanzadas al mercado por grandes grupos editoriales son acusados de plagiar a otros autores más humildes. Y entonces los lectores de best sellers —muchas veces premiados con suculentas dotaciones económicas— ven cómo sus autores y autoras amados descubren que estos son humanos y, en sus explicaciones, acaban desvelando el funcionamiento de la tramoya de sus éxitos editoriales, al mismo tiempo que sus propias deficiencias y necedades en el oficio. Normalmente, el asunto es escandaloso, copa unos cuantos titulares y se va diluyendo en la dilatación de procesos judiciales y la instrucción de querellas interminables, sin que se pueda llamar directamente plagiario a nadie hasta que no exista una sentencia firme. Porque, por supuesto, ya ha ocurrido en más de una ocasión que se hagan acusaciones falsas en contra de autores de éxito y, claro está, la duda siempre queda.

Obviamente, hay casos y casos. La originalidad absoluta no existe y siempre es posible que dos personas tengan la idea del mismo argumento. Un ejemplo: el caso de Enriqueta Martí, la Vampira del Raval, inspiró a principios de esta década, coincidiendo con el aniversario del caso, cuatro novelas, un par de obras teatrales y hasta dos personajes cinematográficos (uno de ellos en una producción finalmente no realizada). Esos autores y autoras no eran plagiarios y así lo entendieron todos: simplemente, tuvieron la suerte o la desgracia de fijarse en un mismo argumento al mismo tiempo. Un argumento muy suculento e interesante, por cierto, que dio pie a algunos buenos textos.

Tampoco es un plagiario quien relee una obra clásica y la homenajea desde la intertextualidad, dialogando con ella desde sus propios parámetros. A nadie se le hubiera ocurrido llamar copión a James Joyce por homenajear la Odisea y actualizarla en su Ulises; Saramago hace lo propio en su Ensayo sobre la ceguera con La peste, de Camus, quien, a su vez, había leído el Diario del año de la peste, de Defoe, probablemente inspirado, en su oportunidad, por Samuel Pepys. Si uno buscara paralelismos, reminiscencias, coincidencias, las referencias de cualquier escritor culto se perderían en la noche de los tiempos y arrancarían en textos que incluso es posible que el autor no hubiese leído. Porque cada historia que sale de nuestras mentes es un homenaje directo o indirecto a una larga tradición que se inició, acaso, cuando alguien exageró por primera vez una mentira y así nació la ficción. Es una verdad perogrullesca que la escuela hermenéutica (lee a Gadamer, a Ricoeur o, si no quieres ir tan lejos, a Emilio Lledó, que está ahí, vivito y coleando) nos aclara bastante.

Eso sí: todo lo que no es homenaje, es plagio.

Hasta aquí la nota erudita, que cualquiera podrá ampliar mejor y más rigurosamente en libros sobre el asunto, como El plagio como una de las bellas artes, de Manuel Francisco Reina (Ediciones B), por citar solamente uno de los muchos que tratan el tema.

Hay, incluso, plagiarios ilustres. Célebres son las polémicas sobre posibles plagios y usurpaciones de autoría entre Shakespeare, Marlowe y Bacon. Y las que tocan a Lope de Vega.

Y fecundo es el asunto de las autorías. En mi opinión, el cuento que mejor lo ilustra es «Pierre Menard, autor del Quijote», de Jorge Luis Borges.

Pero —dejando a un lado la infamia de los autores de relumbre que tienen las pocas entrañas de robar los textos enviados a concursos de cuyos jurados forman parte o los que hacían copy-paste de textos editados en condiciones más humildes que los suyos— estos plagios de los que se habla hoy suponen la forma más grosera de vampirismo literario (por adjetivarlo de alguna manera), cuyo paradigma es ese caso que conocen hasta personas absolutamente refractarias a la cultura libresca: Sabor a hiel, de Ana Rosa Quintana. ¿Te acuerdas? En esa obra (por denominarla también de alguna manera), una novela rosa que ni siquiera había escrito la presentadora y productora, sino su ghostwriter David Rojo, aparecían plagiados fragmentos de novelas de Ángeles Mastretta, Collen MacCullogh y hasta ¡Danielle Steel! Quien hace esto está, directamente, guiado por la soberbia. La soberbia de pensar que sus lectores y lectoras no han leído ni van a leer más libro en su vida que el tuyo. No hablamos ni siquiera de copiar a los maestros, a los clásicos, sino a novelas populares de amplia difusión entre el público al cual supuestamente va destinado tu pastiche. Soberbia que comienza en el ghostwriter chapucero y continúa en agentes y editores, que deberían estar lo suficientemente informados (ya que no formados) para detectar el cambalache antes de que salten las alarmas.

Soberbia diferente pero, en el fondo, bastante similar es la que podría haber originado el caso sonado de esta semana, el de una novelista que ha hilado una ficción histórica con una gran carga sentimental en torno a un asunto real que ya han tratado otros libros recientes. No pasa nada por utilizar fuentes, documentarse utilizando otros textos, descubrir acontecimientos relativos a la verdad histórica gracias a los textos de otros autores. Es así, de hecho, como se entera de la mayoría de las verdades del mundo quien vive en la literatura. Pero ocurre que hay que tener la suficiente humildad (se escriba ensayo o se escriba ficción), para reconocer tus fuentes y darles el crédito que merecen añadiendo a tu texto, como mínimo, una bibliografía. Cosa que la autora en cuestión no hizo y que sus editores tendrían que haberle recomendado hacer. Y que podría haberle ahorrado muchos problemas.