Los nombres prestados

17 01 2022

El próximo 26 de enero llegará a las librerías Los nombres prestados. Publica Siruela (que ya ha tratado maravillosamente bien otros libros míos) y se trata de una novela que obtuvo el año pasado el Premio de Novela Café Gijón. Ya he explicado públicamente lo que ha significado (significa) este premio para mí. Para quien se ha formado en la artesanía literaria y ha conseguido cierta popularidad cultivando un género cuya etiqueta lleva pegada siempre, una distinción como esta, dedicada a premiar la literatura (sin adjetivo), supone un espaldarazo y una verdadera puesta de largo. Al pensar en esto, siento que siempre estoy empezando, aunque sea a los cincuenta años y veintitantos libros después. Y, se me ocurre, esa es una manera perfecta de mantenerme joven.

Los nombres prestados se presentará en Cartagena, el miércoles 2 de febrero, a las 20:00 horas, en la Biblioteca Josefina Soria de El Luzzy, en una conversación con el escritor y sin embargo amigo Antonio Parra Sanz. En Gran Canaria, la presentación consistirá en una lectura que tendrá lugar en la Biblioteca Insular, el viernes 18 de febrero, a las 19:00 horas.   

Como a ti, que frecuentas este blog ya tan poco frecuentado, te considero persona amiga, creo que este es el espacio adecuado para hablarte de ella.

Me gustaría pensar que Los nombres prestados es una novela distinta dentro de mi producción, en el sentido en el que son distintas muchas de mis últimas novelas, porque obedecen a esa necesidad de salirme de la zona de confort, de experimentar formalmente, de mudar de estilo y de razones. 

Transcurre a mediados de los años ochenta en Nidocuervo, un lugar inventado en un país que sí existe y que responde muy bien a eso que se denominaba entonces la España profunda, la que llamamos hoy vaciada, y que mañana estará olvidada como lo ha estado siempre. Uno de esos villorrios buenos para perderse y, por tanto, perfectos para encontrarse. Por exigencias argumentales, sus personajes son gente de la Península, aunque la voz del narrador siga siendo la de un canario, la de este canario, que se niega a negarse.

En cuanto a la cocina, el proceso de escritura, uso mis diarios para recordar y contarte que los primeros apuntes datan de junio de 2013 y no tuvo un original más o menos definitivo hasta septiembre de 2020. Suelo preguntarme por qué algunas novelas las escribo en seis meses y, en cambio, otras se pasan años entrando y saliendo del cajón, avanzando a ratos, soportando versiones y reescrituras antes de estar más o menos presentables. El caso es que Los nombres prestados es de estas últimas.

Comenzó a surgir tras una visita con Thalía Rodríguez a una feria canina, donde conocimos a unos jóvenes que adiestraban a perros para usarlos en terapias con niños y niñas que tenían problemas con las habilidades sociales. Esa tarde, tras una conversación en casa, apareció, como germen de esta historia, una imagen muy clara que hoy es el primer capítulo del libro: el encuentro entre un perro y un adolescente en medio del campo.

Luego, como digo, pasaron años, a lo largo de los cuales le fueron ocurriendo cosas a este país. Por ejemplo, la revitalización de la reflexión en torno a la memoria, la polarización del debate político, la tendencia a la cosificación del otro y la desaparición cada vez más notable de la compasión en ese ámbito. Esos fenómenos, unidos al hecho ineluctable de que me he ido haciendo mayor (y leyendo libros y más libros cada día) y mi manera de ver el mundo ha ido evolucionando, fueron convirtiendo esta novela en lo que es: una historia sobre la identidad, el dolor, las relaciones siempre complejas entre víctimas y verdugos, la compasión y la posibilidad de redención. Al final hay otro tema que se fue colando con fuerza: el de la fe. Y eso es curioso, si tenemos en cuenta el ateísmo que constituye una de mis pocas convicciones firmes.

No quiero contarte nada del argumento (ya la sinopsis de contraportada cuenta más de lo que yo habría querido) para no destriparte la historia. En cuanto al género, no sé si es una novela de género. Probablemente, el resultado final responda más a la estructura de un western que a la de un thriller o una novela negra clásica (si es que existe algo que podría ser denominado así). Yo, en todo caso, mientras la escribía, pensaba en un relato alegórico, o en las novelas de fuerte tesis política de Leonardo Sciascia o Jean-Patrick Manchette. Sea como fuere, da igual: ahí estará en breve, ya publicada y a tu disposición. Te la ofrezco para que la goces y la sufras como te apetezca. De las etiquetas y los géneros ya se encargarán los críticos y los estudiosos, que también tienen que comer.





Aridane Criminal, un festival al golpito

25 01 2021

La idea era sencilla y, a la vez, presentaba sus complicaciones: organizar un encuentro de novela negra y policiaca en la periferia y que saliese al mundo; atendiendo a la historia pero a la altura de los tiempos; de humildes pretensiones aunque con la ambición de hacerlo todo lo mejor posible. Y, además, buscando contacto, intercambio y calidez en tiempos marcados por bichos, distancias sociales y mascarillas.

El resultado ha sido Aridane Criminal, un pequeño festival celebrado en Los Llanos de Aridane, en la mágica isla de La Palma, a lo largo de tres jornadas que han permitido a público y autores el contacto, el debate, el conocimiento y hasta la profundización en estos géneros literarios, lo cual supone, evidentemente, el contacto, el debate, el conocimiento y la profundización en el hecho literario.

Esta fiesta de la palabra arrancó el pasado jueves a las cinco de la tarde, cuando Rosa Ribas entró en un aula en la que predominaba el alumnado joven y femenino para impartir un taller sobre estructura del relato, y finalizó el sábado, a la una y media de mediodía, cuando el Cristóbal Montesdeoca Quartet interpretó “Mac the Knife” para dar fin al Letras a tiros, un concierto leído en el que Carlos Álvarez hizo un recorrido por la novela negra desde Black Mask hasta nuestros autores de la transición. Entre uno y otro momento, hubo actos con diferentes formatos: la conferencia dictada por Yanet Acosta con apoyo plástico de Ari Acosta sobre los Lugares y no lugares de sus novelas; el debate Échale mojo, entre la propia Yanet, Carlos Álvarez y José Luis Correa (tan canarios y tan distintos todos), moderados por Eduardo García Rojas, quien condujo también un encuentro con José Luis Correa sobre su extensa obra, titulado Novela negra con Blanco; una mesa que podríamos describir como semi-virtual, pero también como histórica, en la que Alicia Giménez Bartlett (a través de las redes) y Rosa Ribas (en persona) charlaron con Marta Marne sobre su Literatura más allá del género; y, hubo un encuentro directo del público con la obra de estos autores y autoras, escuchadas de su propia voz, en una lectura colectiva que quisimos llamar Dímelo en la calle (Todo esto pudo seguirse a través de las redes sociales del festival e irá apareciendo en estos días en el canal de Youtube de Aridane Criminal).

Hoy, nuevamente en casa, con el agotamiento y la satisfacción entremezclándose, me llega, como director del encuentro (y, también, como persona, por eso lo hago en este blog del cual soy el único responsable), el momento de agradecerles a todos ellos, a todas ellas, su labor y su disposición para involucrarse en esta pequeña locura en estos tiempos de pandemia. Pero también, a todas y cada una de las instituciones, organismos y empresas que lo han hecho posible. Y, sobre todo, a los seres humanos que hay detrás y que son lo que me importa. En primer lugar, al Ayuntamiento de Los Llanos de Aridane y a Noelia García Leal por dar cabida al festival. A Charo González Palmero, quien decidió confiar en mí para este encuentro tan exclusivo como inclusivo, celebrado precisamente en esta semana para conmemorar el centenario de la gran Patricia Highsmith (lo cual supone una declaración de intenciones). A Guacimara León (siempre metida en la oficina para que todos gocemos en la calle), y al extraterrestre Ricardo Suárez, el hombre que hace que es capaz de conseguir desde un alfiler a un elefante y que es uno de los mejores programadores y gestores que he conocido en mi vida (aparte de haberse convertido ya, para mí, en un hermano). A las librerías Ler, El Estudiante y Arcoiris, que se mudaron durante esos días a nuestra carpa de Juan Pablo II. A los equipos técnicos de SonoArte y SixtyMedia, auténticos artistas implicados mucho más allá del estricto cumplimiento del deber y a quienes he propuesto matrimonio en repetidas ocasiones. A Naira Gómez e Iriome del Toro, que crearon este fantástico téaser que nos envolvía en su atmósfera antes de cada evento y a Nano Barbero, que hizo para nosotros ese estupendo cartel con la gran PH y su gago. A Julia Rivero Padilla, quien aparte de responsabilizarse de las redes sociales, ejerció como mi ayudante (nunca había tenido ayudante; creo que no quiero volver a tener otra que ella). A Andrew Gallego, cuya cámara estaba siempre preparada para captar lo que se perdía el ojo. A quienes velaron por que se cumplieran todas la medidas y protocolos de seguridad general y sanitaria en particular, los equipos de la Agrupación de Protección Civil AXER Los Llanos de Aridane y el CECOSEM (Domingo y Gabriel, los quiero aunque no me dejen fumar en el recinto, porque es muy hermoso que quien ha de reconvenirte para que te portes bien lo haga con un sonrisa y un gesto amable). A David Dorta y los hosteleros y restauradores del municipio, que nos alojaron y alimentaron como lo habrían hecho nuestras madres. A Sergio Gisbert, nuestro chófer de lujo, nuestro protector y guía por los senderos infinitos de La Palma.

Siempre me habían dicho que era muy difícil dirigir un festival. Ahora sé que, con personas así alrededor, en realidad es todo muy sencillo.

El año que viene volveremos. Volveremos porque, si hemos podido nacer en estos tiempos de bichos y mascarillas, vamos a poder crecer mucho cuando nos hayamos librado de ellos. Así que volveremos con las secciones fijas y con otras nuevas. Intentaremos abrirnos a otros territorios, a otras disciplinas, a otras realidades, a otros espectros de edad. Ya estamos trabajando en ello, ahí, a nuestro estilo, al golpito.

Y sí, volveremos y todo será igual de bueno. O será mejor. Porque, con suerte, el año que viene podremos abrazarnos. 





Cormac McCarthy

3 10 2020

Yo no sé qué hay que hacer para escribir como Cormac McCarthy. Quizá haber leído mucho, pero vivido más. Aislarse de la vida pública, como se dice que hace él, pero conocer a los seres humanos de cerca. Conocer todas los mecanismos y reglas de la ficción y violarlos cuando se te antoje, aunque sin dejar nunca de conectar con la tradición clásica. Hacer una larga introspección espiritual ajena a la autocomplacencia, un juicio a las conductas humanas hecho con tanta severidad como compasión.

Por hablar de sus virtudes técnicas, me fascina la forma en que McCarthy trata el tiempo. Puede emplear varias páginas en contar cómo alguien ensilla un caballo y despachar semanas de la vida de ese mismo personaje en una sola frase; postergar durante cien páginas una acción que contará luego brevemente y, en ocasiones, no directamente, sino mediante unas líneas de diálogo de un personaje secundario. En cuanto al espacio, suele renunciar a la aldea o la ciudad como microcosmos y se entrega con frecuencia a lo itinerante; sus historias transcurren en interminables llanuras, en montañas y barrancos, en caminos polvorientos que siguen o cruzan ríos, en un territorio siempre agreste que la mano del hombre no contribuye a hacer más acogedor, pues las fincas, los villorrios o las poblaciones medianas que sus personajes atraviesan suelen representar los peores peligros para ellos. Solo en algunos de esos lugares (en las chabolas más miserables o en las ruinas de una iglesia) sus protagonistas encuentran hospitalidad. Las distancias se hacen muy largas cuando uno las recorre a pie o a caballo, y así las sentimos al recorrerlas junto a John Grady Cole o Billy Parham. Leer a McCarthy da sed, da frío y calor, da hambre, agota físicamente y uno siente el dolor de huesos que da dormir al raso junto a una hoguera que se apaga antes de amanecer. Estas historias de frontera estarán escritas en tercera persona, pero se leen en primera.

Ese pesimismo esencial es también casi una constante en las historias de McCarthy. Siempre ocurrirá lo peor, lo más indeseable. Unas veces de manera brutal, rápida, impredecible; otras, con minuciosa lentitud (el martirio de una loba convertida en atracción de feria, la evolución de las heridas de un adolescente). Pero nunca permitirá que sus personajes salgan indemnes. Cuando leo a McCarthy siempre recuerdo a Kurt Vonnegut, quien proponía ser sádico con los personajes, hacer que les pasaran cosas horribles para que el lector comprobase de qué madera estaban hechos.

Entre las novelas de McCarthy que he leído hay, por supuesto, diferencias. Pero siempre convierte su argumento en un western y siempre hay viajes que son largas esperas y, sobre todo, un lento aprendizaje. En este sentido, la novela de McCarthy es, con frecuencia, un perfecto ejemplo de la teoría del viaje del héroe, una revisitación del Gilgamesh, una Bildungsroman; en ocasiones, evidente, como Todos los hermosos caballos. A veces perversa, como esa caída de Lester Ballard hacia la abyección que es Hijo de Dios. Incluso un tipo duro como Llewelyn Moss aprende algo mientras es perseguido en No es país para viejos, aunque no le sirva para nada, aunque ya sea tarde para todo. Y el viaje que se hace en La carretera no es muy distinto de los otros, porque en su transcurso el hombre habrá de enseñar a su hijo a sobrevivir en un mundo feroz, intentando al mismo tiempo preservar su inocencia. Algo, por otro lado, imposible.

No obstante, en McCarthy también refulge la bondad, con destellos que deslumbran. Hay generosidad en los jornaleros que comparten su comida con un recién llegado, en las ancianos y las mujeres que ofrecen un jergón y un desayuno a hombres de quienes desconocen hasta el nombre, en los braceros que recogen a un chico herido y lo curan y lo cuidan como si fueran sus hijos. Hay lealtad en esos los aldeanos que ocultan y defienden a alguien a quien el destino ha puesto bajo su protección; la hay también en los muchachos capaces de labrarse su propia desgracia para socorrer a un circunstancial compañero de viaje. Hay búsqueda de justicia en quien baja al infierno (y aquí está de nuevo el asunto del viaje del héroe, la referencia clásica que hermana a los protagonistas de estas novelas de frontera con Gilgamesh, con Ulises, con Eneas, con Orfeo) para encontrar unos caballos, una silla de montar o un arma de fuego que han sido arrebatados a unos padres o un amigo muertos. En esa búsqueda, todo hay que decirlo, los personajes suelen hallar, antes que justicia, sufrimiento, cuando no un destino fatal.

Y pese a todo este dolor, pese a toda esta agonía y esta crueldad esenciales, paradójicamente, siempre refulge la belleza. En las descripciones, en los lacónicos diálogos, en las reflexiones sorprendentes, en las historias secundarias (no he tocado el asunto para no extenderme, pero es un fantástico constructor de muñecas rusas, de historias dentro de la historia), en la épica esencial que acompaña a quien decide rebelarse contra el destino aunque eso lo condene a la destrucción.

Con los años, tras recomendarlo mucho, he acabado entendiendo que Cormac McCarthy no es para cualquiera. No por aptitud, sino por actitud. No es para gente que encuentra, sino para gente que busca. No es para turistas, sino para viajeros. No es para quienes desean llegar rápidamente a Ítaca, sino para que quienes están dispuestos a hacer el camino: los primeros tomarán un avión; los segundos subirán a un caballo con víveres para solo un día y ya irán cruzando otros puentes cuando lleguen a ellos, más allá de la frontera.  





Cómo se hizo

24 09 2020

Ayer llegó a las librerías Un tío con una bolsa en la cabeza. Editada por Siruela (que siempre mima a mis criaturas como si fueran suyas), ya está en manos de un puñado de lectores, esos incondicionales que siempre están ahí, apoyando y empujando. Presumo de ellos aquí.

Sobre el argumento de la novela poco puedo contar que no explique ya el título. Soy de los que opinan que los textos de ficción han de ser autosuficientes. Pero el libro acaba de salir y me ha parecido oportuno ocupar este ratito tuyo y mío para hablarte sobre su concepción y escritura.

Como sé que te gustan las novelerías y te interesará lo que ocurre en la cocina, aprovecho que estamos entre amigos para ofrecerte un relato de cómo surgió y fue escrito, lo que correspondería a una especie de making of, un «Cómo se hizo», en román paladino, de la novela, si la novela fuese una película y yo pudiese añadir un extra a su edición en deuvedé, con la ventaja de que no tendrás que oír a ningún actor haciéndoles la pelota a sus compañeros o al director.

Otros van retransmitiendo su labor de escritura casi en directo en las redes sociales, o llevan paralelamente un diario que luego publican, con lo cual producen dos libros al mismo tiempo. No son malas opciones. Yo prefiero practicar la misericordia y limitarme a escribir esta posterior entrada de blog, sobre todo porque mientras estoy escribiendo la novela solo puedo estar escribiendo la novela, de igual forma que no podría correr el Tour de Francia y retransmitirlo al mismo tiempo. A propósito de esto, guárdame un secreto: yo creo que a los escritores nos gusta contar cómo escribimos para que parezca que esto de escribir es un trabajo duro, que lo pasamos muy mal y que no somos unos vagos redomados, que es lo que en realidad somos.

Lo que no sé exactamente es por qué escribo esta entrada. Para ser sincero, supongo que porque esta vez no haré grandes viajes ni demasiados actos públicos para promocionar el libro. También puede que lo haya hecho porque soy un egocéntrico y hablar de mí mismo es buen incentivo para sacudirme el polvo digital y retomar este sitio que tengo abandonado desde hace ya tanto (prometo que las próximas entradas no hablarán de mí, sino de otros). O acaso sea solo que la novela ya está ahí, arrojada al mundo y yo ando ordenando papeles y guardando borradores. Aunque a lo mejor mi decisión es menos decisión de lo que yo creo y ocurre, simplemente, que tengo un hueco libre, que el tercer café del día me ha salido convincentemente fuerte, que anoche llovió.

Cómo se hizo

Comencé a escribir Un tío con una bolsa en la cabeza (que aún no se titulaba así) el 2 de febrero de 2018, mientras escuchaba una conferencia particularmente aburrida. No obstante, casi sin percatarme de ello, llevaba meses pensándola. Las novelas (al menos las mías) no surgen de pronto y de la nada. Uno va pensando en diferentes asuntos que lo preocupan hasta que surge la anécdota adecuada que sirve de excusa para abordarlos. No haré la nómina de las ideas a las que había estado dando vueltas: eso sería destripar la novela. Además, ya he dicho que soy un vago. Sea como fuere, desde otoño de 2017 daba vueltas a algunos temas que no sabía cómo abordar.

Y, de pronto, en enero de 2018, di con una nota de sucesos: una concejala de un municipio turístico había sido atracada en su casa y los ladrones, en su huida, habían olvidado quitarle de la cabeza la bolsa que le habían puesto para que no los reconociera. La pobre señora logró salvarse porque su móvil disponía de una aplicación de reconocimiento de voz y eso le permitió pedir ayuda.

Al pensar en el percance sufrido por esta mujer (que, por suerte, puede contarlo), surgió la idea de este ejercicio de estilo: establecer como tiempo de ficción el que alguien puede pasar en esa situación sin asfixiarse y hacer que la novela transcurriese en la cabeza del personaje. Eso me posibilitaba jugar con la percepción psicológica del tiempo y organizar un argumento policial en el que la víctima es el investigador, las pesquisas no son itinerantes, la muerte aún no se ha producido y la policía no intervendrá. Me daba, además, la excusa perfecta para hablar de diversos asuntos y, por otro lado, me permitía experimentar con técnicas que hasta el momento solo había utilizado de forma ocasional.

La idea estaba ahí. Ya tenía una propuesta, aunque me faltaba cerrar bien el argumento. Como no me gusta trabajar en vano (insisto: soy un vago), jamás comienzo a escribir hasta no disponer de un final. En esta ocasión, me hice un preciso mapa del argumento, los personajes y la cronología. Está todo aquí, ordenadito, contado en este pulcro esquema:

La primera versión fue escrita a mano, en ese cuaderno y alguno más, a lo largo de las semanas siguientes, en diferentes lugares de las Islas, la Península y Francia a los que viajaba por trabajo o para asistir a encuentros y mientras acababa de escribir La ceguera del cangrejo. De hecho, el tiempo invertido en ese primer borrador retrasó considerablemente la escritura de aquella otra novela (por esa época, por cierto, aburría a todos los amigos con los que me emborrachaba contándoles lo que estaba escribiendo, cómo lo hacía y las ventajas e inconvenientes a los que me enfrentaba. Milagrosamente, he conservado a algunos de estos amigos). En cualquier caso, trabajando en aviones, hoteles y terrazas de bares, logré tener la primera versión de la cual surgieron las siguientes, a las que me dediqué ya en casa. Estas fueron cambiando (espero que para mejor) gracias a un procedimiento que uno no siempre puede permitirse: la lectura en voz alta. La oralidad siempre se me antoja importante, pero esta vez era fundamental: leía, grababa, escuchaba y corregía el texto.

Hacia enero de 2019 logré tener un texto más o menos definitivo (no hay nada definitivo en un texto hasta que no se ha publicado), que dejé reposar unos meses hasta el momento de preparar la edición.

Esta última es siempre mi parte favorita del trabajo, esa que desconocen quienes piensan que pueden prescindir de los editores, aunque es la que termina de convertir un texto en un libro. Esa época de la revisión del original, de la corrección de pruebas (en este caso, con Estrella García Giráldez), siempre me resulta fascinante: es cuando se establecen grandes (y para mí, enriquecedores) debates sobre lenguaje y estilo, cuando salen a la luz las costuras del texto, cuando entiendes que siempre puede ser mejor. Con Un tío con una bolsa en la cabeza el proceso ocurrió en los meses en los que ya había comenzado a ocurrir lo impensable o, al menos, lo imprevisible. Hacia el final, una mañana me desperté alarmado por la siguiente idea: habíamos establecido una larga correspondencia acerca de una novela claustrofóbica cuyo leit motiv es la asfixia al mismo tiempo que a nuestro alrededor el mundo iba quedando marcado precisamente por la disnea y el enclaustramiento.

Y ahora esa novela está ahí, puesto de largo, en la librería, en tu bolso o en tu mesilla de noche, y poco más puedo hacer que contarte esto, porque, pese a la lluvia de anoche, ha vuelto el calor en este otoño extraño del año más extraño y yo pienso que, por mal que vaya la cosa, soy un tipo con suerte: soy un vago, pero puedo seguir escribiendo lo que me dé la gana sin que nadie venga a mi casa a enfundarme la cabeza en una bolsa. Al menos por ahora.





El hombre que me regaló África

11 02 2019

Ocurrió en la BCNegra de 2010 o 2011. O acaso en una edición anterior. Allí estábamos, en el cóctel de bienvenida, José Luis Correa y yo con José Luis Ibáñez, que iba a presentarnos al día siguiente. Escritores ultraperiféricos, disfrutábamos del hecho de poder codearnos con autores de prestigio internacional. Correa tenía más experiencia pero para mí era la primera vez. De pronto, vimos a Petros Márkaris e hicimos lo que habría hecho cualquier otro fan: corrimos hacia él y le pedimos sacarnos una foto. Accedió enseguida, con esa amable seriedad tan suya. Cuando ya finalizaba el asalto, le contamos en mal inglés que nosotros éramos escritores canarios, esperando tener que explicar a continuación dónde estaban las Canarias. Pero Márkaris, inmediatamente, preguntó de qué isla y cuando le respondimos que de Gran Canaria, su cara se iluminó y nos dijo que, por favor, no olvidáramos darle recuerdos suyos a Antonio Lozano. Nosotros, que pensábamos que un escritor griego no tendría ni idea de qué eran las Islas Canarias ni de dónde quedaban, desconocíamos que hacía ya años él había estado en Agüimes, invitado por Antonio Lozano. Creo que esa anécdota muestra alguna de las cualidades de Antonio: ponía sitios en el mapa, conectaba personas y lugares que quizá se habrían ignorado mutuamente de no ser por él.

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Había nacido en Tánger, pero fue en Agüimes donde decidió quedarse. Y eso fue un regalo para Agüimes, para Gran Canaria, para Canarias en su conjunto y puede que hasta para todo el país, porque supo hacer de ese municipio punto de conexión y encuentro entre Europa, América y África mediante dos eventos anuales imprescindibles.

Cuando conocí a Antonio Lozano (debió de ser en 2006) yo ya conocía su fama de concejal, activista y gestor cultural en el municipio de Agüimes, como hombre inteligente y bueno. Y el hombre era igual a su fama. Desde entonces, Antonio ha sido para mí lo que, supongo, para todos: una sonrisa constante, una generosa hospitalidad, una inteligencia que te ayuda a replantearte esas que tú creías verdades y que no eran más que creencias.

El oficio nos hizo compartir muchas mesas de conferencias y un buen puñado de aviones. A veces solos, a veces con otros compañeros, como Correa. Pero siempre gozando, al menos por mi parte, de la compañía de un buen amigo que había visto mucho mundo y, lo que es más importante, lo había mirado bien y sabía acercarte a realidades ajenas a la tuya, desde convicciones firmes pero con un espíritu de tolerancia del que raras veces he sido testigo.

Su obra literaria también es así. Desde su inicio, con Harraga (cuyo protagonista era un joven marroquí que se veía involucrado con las mafias de la inmigración ilegal) hasta su título más reciente, una novela sobre Nelson Mandela especialmente dedicada a los jóvenes, no ha cesado de hacernos reflexionar sobre realidades que sentimos ajenas cuando en realidad las tenemos tan cerca. De ello dan cuenta Donde mueren los ríos, El caso Sankara, Un largo sueño en Tánger o la también juvenil Me llamo Suleiman, tan importante que dio pie a una exitosa adaptación teatral y hoy se estudia en las aulas para centrar el debate en torno a la tolerancia y el diálogo intercultural. Mención aparte merecen sus novelas policiacas, protagonizadas por el detective José García Gago y ambientadas en Gran Canaria: Preludio para una muerte y La sombra del Minotauro.

Pero, aparte de su obra literaria, aparte de su gestión cultural, para mí Antonio es el hombre que me regaló África, que me enseñó que (como dice Ángeles Jurado), África no es un país y me descubrió su amplia y variada riqueza cultural. Desde cosas tan tontas como su receta para el cuscús a las literaturas de Moussa Konaté, Ken Bugul o Yasmina Khadra, que él me mencionó antes de que aquí lo conociera casi nadie. Todo eso, toda esa apertura en la mirada, habré de agradecérselo siempre.

Como suele decirse cuando muere un buen escritor (como yo mismo he dicho) nos quedan sus libros. Pero para mí (para sus amigos) no es suficiente. Voy a echar mucho de menos a Antonio. Que nos llamemos de vez en cuando, que nos critiquemos mutuamente los textos, que nos recomendemos libros, que quedemos a cada momento para un cuscús o un codillo que al final solo podíamos compartir una, acaso dos veces al año, que ocupemos los asientos de emergencia del Binter para sentarnos frente a frente o buscar hueco en una feria del libro o un festival para ir a comer solos y hablar sobre lo humano y lo divino. Y sé que lo voy a añorar todavía más en estos tiempos de griteríos y frentismos, de dogmatismos irreductibles y empobrecimiento del discurso, en los que tanto necesitamos a personas como él, que sabía hacernos mirar hacia las cosas importantes, que sabía hacernos volver a creer que otro mundo es posible.





El hombre del pelo plateado

26 09 2018

Lo que voy a contar es largo pero verídico y ocurrió durante un festival literario. Tras una de las jornadas hubo una cena populosa y relajada y a mí me tocó sentarme en una mesa situada fuera del comedor principal. La culpa la tuvieron mi tendencia a demorarme tomando vinos en la barra mientras los demás buscan sitios privilegiados y, sobre todo, el deseo de compartir charla con algunos de los amigos y amigas que se habían sentado allí, en la mesa de los niños, tal y como acabamos bautizándola. Una vez sentado, descubrí, frente a mí, a un comensal desconocido: un hombre de cabellos plateados impecablemente peinados, vestido de sport, de distinción y de campechanía. Podría haber sido el padre de cualquiera de mis amigos, pero no lo era. En cuanto a su nombre, nadie lo sabía. Alguno de nosotros llegó a averiguarlo en días posteriores para volver a olvidarlo casi de inmediato.

el almuerzo desnudo

Fotograma de «El almuerzo desnudo», de David Cronenberg

En la mesa se charlaba y se bromeaba animadamente cuando, justo antes del plato principal, el hombre de pelo plateado aprovechó un silencio para suspirar con gesto atribulado y declarar que tenía un problema y pedir nuestra opinión, porque, según él, nosotros, «gente de cultura» podríamos ilustrarlo. Inmediatamente, guardamos silencio y escuchamos su historia: él firmaba desde hacía años una columna para un periódico local que, como todos sabíamos, vivía en estos días un conflicto laboral que se había hecho notorio. Para resumir brutalmente la cuestión, se podría decir que la plantilla de periodistas llevaba un tiempo sin cobrar sus nóminas y se había declarado en huelga para defender sus derechos. El presunto problema del hombre del cabello plateado era que una representante de los trabajadores (a quien él llamó «una chica que trabaja allí») se había puesto en contacto con él por correo electrónico para solicitarle que esa semana apoyara sus movilizaciones. No se le pedía que formara parte de un piquete. Solo que, por una vez, dejase de enviar su columna dominical. Sospeché enseguida que otros columnistas habrían recibido exactamente el mismo email, pero el hombre del cabello plateado no aludió a esta circunstancia en ningún momento. Como nosotros parecíamos no entender dónde estaba el problema, el hombre del pelo plateado se apresuró a explicar que él no necesitaba publicar aquella columna, que él era cirujano y había sido senador (sí, confesó sin sonrojarse que había sido senador) y que con aquella columna cumplía un compromiso adquirido hacía mucho tiempo con los propietarios del periódico (con los que, por supuesto, mantenía una larga amistad). Y, de hecho, su corazón estaba con los trabajadores, pero estos lo habían puesto en un compromiso, porque él, además, pensaba dedicar la columna de esa semana a aquel festival en el que nosotros estábamos participando y le parecería una lástima no hablar de «toda aquella maravilla». Así pues, pedía consejo: ¿qué debía hacer? ¿Publicar su columna o no publicarla?

Mis compañeros de mesa guardaron unos segundos de prudente silencio. Pero yo, afamado imprudente, aproveché que pedía nuestra opinión y le dije que el dilema no era tal, que la decisión estaba clara, que debía apoyar a los trabajadores. Entonces él me preguntó por qué y yo no supe contestarle más que citando a Orwell, quien alguna vez escribió que no sentía especial simpatía por el típico obrero de izquierdas, pero que cuando ese obrero tenía enfrente a un policía, todo el mundo sabía de qué lado iba él a ponerse. Entonces, los otros comensales (entre los que había un editor, dos escritoras y una librera, pero también una periodista cultural y otro radiofónico), abundaron en el asunto del intrusismo profesional, le dijeron que comprendían que un columnista de opinión no tenía por qué ser periodista, pero que debía entender que, en cualquier caso, le hacía un favor al medio de comunicación ocupando un espacio, en muchas ocasiones (como en su caso) de forma gratuita y que, cuando los profesionales que trabajaban en ese medio, mejores o peores, pero con una formación específica para ello, veían vulnerados sus derechos, era de esperar que personas privilegiadas como él (que era cirujano, que era senador, que escribía en el periódico por amor al arte) los apoyaran, si no explícita, al menos sí implícitamente.

A una de las poetas, que se sentaba a su lado, se le ocurrió una idea: el hombre del cabello plateado podía escribir su columna, pero dedicarla a contar la huelga. Ese fue un momento interesante, porque él fingió que pensaba en esta solución durante unos segundos (y todos nos dimos cuenta de que fingía), para luego negar profusamente con la cabeza: aquello no podía ser, porque seguramente la dirección no se la publicaría. ¿Y qué?, dijo la poeta, así usted cumple su compromiso de enviar la columna y, al mismo tiempo, cumple su compromiso ético con los trabajadores. Si la dirección decide censurarla, es problema de la dirección, no suyo.

Pero el hombre del cabello plateado insistió: él quería escribir esa semana acerca de aquellas jornadas, nominar todo aquel ilustre talento reunido en su provincia, quería, en suma, hablar sobre nosotros. Esto lo dijo como si su desmedido elogio, su inclusión de nuestros nombres entre los escritores ilustres fuese a contentarnos. Como si nosotros nos tragáramos el cuento de que la presencia física de cuarenta escritores en un mismo lugar y momento es más importante que los apuros que pasan los trabajadores y trabajadoras para llegar a fin de mes.

A estas alturas ya había quedado más o menos claro que el hombre no nos había hecho partícipes de ninguna tribulación ni ningún dilema sino que su decisión estaba ya tomada de antemano y que en realidad lo único que había querido desde el principio era dejar claro que era columnista (y cirujano y exsenador) y, por tanto, menos intruso en aquella mesa de los niños, aunque para ello también hubiese puesto sobre el mantel el hecho de que era un esquirol. Y aquí, aunque no lo dije en voz alta, me hice a mí mismo una pregunta: ¿era el hombre del pelo plateado realmente un esquirol? A mí siempre me han inspirado mucha compasión los esquiroles: se ven obligados a vender su dignidad por un plato de lentejas. Pero el hombre del pelo plateado no me inspiraba compasión alguna, porque traicionaba a unos trabajadores solo por satisfacer su vanidad.

En cualquier caso, igual que a los otros, a mitad del plato ya comenzaba a caerme realmente mal el individuo. Pero decidí hacer una prueba, darle una última oportunidad de demostrarme que no era lo que yo ya pensaba que era, que yo (como me ocurre con tanta frecuencia) me equivocaba. Así que lo encaré lo más cordialmente que pude, diciéndole que se me acababa de ocurrir una solución realmente buena: podía escribir su columna sobre el encuentro pero, en lugar de dedicarla a hacer una crónica (cosa que ya harían los periodistas profesionales que estaban sentados a la mesa) él podía hacer una columna más literaria, en la que contase la conversación que estábamos teniendo en ese momento, acerca del intrusismo profesional, la solidaridad, sus propias dudas. Añadí que podía suponer un ejercicio interesante. Prometió pensárselo, pero lo hizo poco. Al día siguiente abordó a una de mis compañeras diciéndole que había decidido escribir una columna sobre el encuentro. Al fin y al cabo, él no tenía nada que ver con esos líos de los comités de empresa.

Y así fue. Ese domingo, gracias al periódico en cuestión (que sigue estando en conflicto), conocí el nombre y apellidos del cirujano–exsenador–columnista (que ahora he vuelto a olvidar nuevamente), porque mi amiga poeta me envió su columna dominical, en la que hablaba del festival y de nosotros, obviando nuestra discusión en aquella cena pero repartiéndonos elogios como si estos pudieran sobornarnos.

Cada vez escribo menos columnas. Porque estoy dedicado a otras cosas o porque, simplemente, prefiero dejar ese espacio a personas que dicen cosas más interesantes y atinadas que las que podría decir yo. Pero me ha dado mucha pena que el hombre del pelo plateado perdiese su oportunidad de ser un hombre un poco más justo, un hombre mejor que un simple columnista–cirujano–exsenador. Así que he decidido escribir un texto sobre esa conversación, el texto que pudo haber escrito él pero decidió no escribir. En principio, había pensado difundirlo en alguno de los medios con los que colaboro ya solo muy de vez en cuando, pero, tras mucho pensarlo (cuando me planteo un dilema, yo me lo planteo de verdad y no para llamar la atención) pensé que lo más adecuado sería publicarla en mi blog. Es minoritario y últimamente lo tengo muy abandonado, pero me parece el lugar adecuado para publicar esos textos que uno escribe por amor al arte, porque piensa que son necesarios o, simplemente, por vanidad. Y sin hacer daño a nadie que no se lo merezca.





Desde este lado del muro: Convertini y Los que duermen en el polvo

17 02 2018

Ya sabíamos que Alfaguara siempre ha tenido buen ojo. Pero su mirada ha caído en los últimos tiempos sobre autores muy interesantes y muy poco conocidos en España. Acaba de publicar, por ejemplo, Que de lejos parecen moscas, de Kike Ferrari, que había pasado sorprendentemente desapercibida entre nosotros con la salvedad de alguna valiente y minoritaria edición digital (Ferrari es de esos autores a los que no hay que perder la pista: instintivo, rabioso y con una experiencia vital y lectora que enriquece sus textos y que ya podría tener más de un distinguido perpetrador de novelas) y, hace unos meses, hizo lo propio con Los que duermen en el polvo, de Horacio Convertini, que a primera vista (esa vista que se posa sobre las contraportadas o las sinopsis de las plataformas digitales) es una distopía con zombis (en realidad, infectados) pero que, en realidad, es muchísimo más.

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Los que duermen en el polvo. Horacio Convertini. Madrid, Alfaguara, 171 páginas.

Como a Ferrari, a Convertini lo conozco de hace un tiempo y lo había leído en ediciones argentinas. De hecho, me hizo el honor de invitarme a prologar (junto a Paco Camarasa y Jorge Valdano) la edición española de El último milagro, una estupenda novela negra con toques Sci–Fi ambientada en el mundo del fútbol. Así que también sabía que Convertini es un escritor rápido, inteligente, capaz de interesarte en cosas a las que normalmente eres refractario porque consigue, a través de sus ficciones, hacerse preguntas importantes sobre la forma del mundo y el lugar que ocupan los seres humanos en él.

Y sí: Los que duermen en el polvo es, prima facie, una distopía con infectados. Esta vez, la infección ha estallado en Argentina y con ayuda de la comunidad internacional (que no desea que traspase sus fronteras) ese país ha trasladado su gobierno a Patagonia y establecido en la capital una zona de cuarentena cuyo límite es un muro alzado en el barrio de Pompeya. Al otro lado del muro están los infectados, zombificados caníbales que hay que contener a toda costa. A este, una guarnición dirigida por el Lele Figueroa, animal político que ve en esa situación de excepción una oportunidad para medrar. Junto a él, el ultrarreligioso Kadijevich, «un lobo desvariado por el amor a la patria», y el protagonista y narrador, Jorge, que ha acompañado al Lele, su incierto amigo de la universidad porque Pompeya había sido su barrio, porque él ya lo ha perdido todo, porque ya poco le queda por hacer.

Como en una novela de Dino Buzzati, Convertini establece una desasosegante alegoría a partir de la técnica de la postergación (los personajes saben desde el principio que habrá un ataque final, que todo se irá a la mierda, pero no saben cuándo será y la espera los enfrentará a sí mismos, convirtiendo a cada uno en su propio enemigo) y traza un mapa del dolor y la crueldad, no exento de un humor negrísimo, un erotismo sabiamente dosificado y un suspense alimentado por una trama criminal que aviva las llamas de la culpa y la pérdida que desde el inicio consumen al protagonista. Al mismo tiempo (una alegoría jamás tiene una lectura unívoca) habla sobre la compasión y la corrupción, sobre el amor y la pérdida, sobre los prejuicios heteropatriarcales y el complejo del macho en la era de la liberación de la mujer, sobre la manipulación de las masas y el origen del totalitarismo, sobre la degradación y la pérdida de la belleza.

Admiro la capacidad de Convertini para tocar, en una novela tan breve, tantos asuntos y tan inteligentemente, pasando de uno a otro o haciéndolos convivir sin brusquedad ni aspavientos, construyendo un texto que permite tantas lecturas como lectores pueda llegar a tener.

Los que duermen en el polvo es, sí, una distopía, una novela de infectados, una novela de suspense y una novela sobre el dolor. Pero, sobre todo, opino que es una lúcida pesadilla, un espejo que nos muestra una imagen de nosotros mismos que quizá no nos agrade, pero que se parece más a cómo somos realmente que a como pretendemos ser. Tras leerla, uno (triste, fatalmente) acaba entendiendo que ese muro de Pompeya está ahí, cada día: a un lado, hay manipuladores, corruptos y fascistas que ocultan sus oscuras maniobras bajo la máscara del eufemismo; al otro, infectados inconscientes que sobreviven por inercia y acompañan con sus gruñidos los compases de un tango que los primeros emiten por megafonía para entretenerlos y, de paso, divertirse a su costa. Y esta novela nos lleva, al fin, a preguntarnos de qué lado del muro estamos: si escribimos la letra del tango o la remedamos con un aullido.





Nominaciones

16 02 2018

No suelo llevar bien eso de la competitividad. En mi oficio, prefiero emplear mi energía en intentar ser competente en lugar de competitivo. Sin embargo, a veces las circunstancias me sitúan en situaciones en las que, se supone, he de competir. En esos casos, normalmente, me tiro al suelo y me hago el muerto. No obstante, esas situaciones también tienen algo bueno: la coincidencia con otros a los que les ocurre algo similar. Me explico: El peor de los tiempos está nominada a dos premios inminentes. El Premio Ciudad de Santa Cruz 2018, que se concede en el marco del Festival Atlántico del Género Negro Tenerife Noir y el Premio Novelpol, que esa asociación concede cada año coincidiendo con la celebración de algún festival (este año será en el propio Tenerife Noir). El primero de los premios tiene una dotación de 3000 euros. La del segundo es más comestible: consiste en un queso manchego (de los de La Mancha de verdad, traído directamente de Ciudad Real) y una botella de vino de la misma zona. Pero ambos son certámenes de esos a los que no te presentas, sino en los que eres seleccionado por otros autores, por críticos y expertos en el género, lo cual supone que quienes entienden de esto se hacen con un ejemplar de tu libro, lo leen y deciden que ha de estar entre los finalistas. De ahí que me sienta muy honrado y agradecido a los comités de lectura y/o los jurados por haber tenido en cuenta a mi última criatura. Vamos, que el hecho de estar en esas listas ya te enorgullece.

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En ocasiones similares, mi estrategia de hacerme el muerto me ha traído suerte: en el Dashiell Hammett de Gijón, en Valencia Negra, en el Tormo de Las Casas Ahorcadas, en el propio Novelpol, en el año 2014, ex aequo con Rosa Ribas y Sabine Hofmann (no tuvimos que compartir el queso, porque la Asociación Novelpol, generosamente, dobló la dotación y el queso y el vino se multiplicaron). Pero, aunque suene a falsa modestia, daría igual haber ganado o haber perdido (ganar y perder son dos verbos que, aplicados a la escritura, no son de mi agrado), ya que lo bueno de estos premios es estar nominado, no solo porque sea una muestra de que se valora tu trabajo sino también, y sobre todo, porque esa nominación te permite relacionarte con autores (y detrás de los autores hay personas) que valen la pena.

Quiero decir: algunas de las personas con las que competía en esos casos eran buenas amigas o acabaron siéndolo tras nuestro encuentro en los respectivos certámenes: Rosa Ribas, Eugenio Fuentes, Marcelo Luján, Empar Fernández, Jon Arretxe, Javier Valenzuela, Horacio Convertini (a los dos últimos los conocí, de hecho, con ocasión de estar nominados a los mismos premios) son gente a la que respeto y admiro y cuya amistad no me ha fallado nunca. Se me queda algún nombre porque cito de memoria, pero el caso es que en esas ocasiones en que he asistido a algún festival nominado para uno de estos premios críticos, siempre he regresado a casa, ganara o no, con un buen número de nuevos amigos y de textos que valía la pena leer.

Creo que en esta ocasión me va a ocurrir igual. Para el Premio Ciudad de Santa Cruz están nominadas también La mala hierba de Agustín Martínez, Sucios y malvados de Juanjo Braulio y Ya no quedan junglas adonde regresar de Augusto Casas. Para el Novelpol, además de las mencionadas (que también hacen doblete), Taxi de Carlos Zanón y Conduce rápido de Diego Ameixeiras. Salvo en el caso de Zanón (a quien aprecio y cuya última novela me ha gustado mucho), no conozco personalmente a los demás compañeros, pero amigos que están al día me hablan muy bien de sus respectivos títulos. Y la experiencia me dice que, gane o pierda, me traeré de Tenerife un buen puñado de nuevos textos y, con suerte, de nuevas amistades regadas con buen vino de Tenerife (o de La Mancha).

Sé también que habrá algunos que dirán que digo (escribo) esto para curarme en salud, que todo esto es puro buenrollismo (o cualquier otro neologismo barato que se les ocurra para definir aquellas actitudes que son incapaces de comprender), que en realidad, por detrás de las bambalinas, los autores nos llevamos a matar. Pero qué se le va a hacer, gente mezquina hay en todos lados y en las redes no escasea, precisamente.

Yo repito lo antedicho: lo bueno de estos premios no es ganarlos, sino compartir su posibilidad con gente que merece la pena y que luego, con suerte, seguirá ahí mañana, compartiendo sendero, haciéndote sentir que no estás solo en este oficio tan solitario.





El Waltari que no conocíamos

7 12 2017

En nuestro país conocemos a Mika Waltari (1908–1979) principalmente por Sinuhé el egipcio. Si acaso, por El etrusco. Pero el autor finlandés firmó veintinueve obras teatrales, media docena de libros de poemas y veintiséis novelas. Muchas de ellas fueron firmadas con seudónimo, como Estas cosas jamás suceden, que apareció en 1944 en finés bajo la firma de Leo Arne, y que ahora Navona (esa gente que brilla especialmente cuando nos trae joyitas olvidadas y nuevas traducciones de clásicos) publica en traducción de Luisa Gutiérrez Ruiz (que ya vertió al castellano La gran ilusión para Gallo Nero).

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Estas cosas jamás suceden, de Mika Waltari. Barcelona, Navona, 2017, 125 páginas.

La anécdota es sencilla, casi pedestre: el viaje de trabajo de un hombre de negocios se convierte de pronto en una aventura en la convulsa Europa del Este de 1939, en la que trabará contacto con pilotos intrépidos, militares, revolucionarios, arrieros, taberneros y hasta un grupo de cómicos ambulantes. Por supuesto, en este dramatis no podía faltar, y no falta, una mujer misteriosa. Desde Eric Ambler hemos leído muchas novelas de aventuras y de espías con este o similares planteamientos. Sin embargo, ninguna se parece, ni de lejos, a esta.

Para empezar, porque Estas cosas jamás suceden tiene la consistencia de los sueños (y, a ratos, de las pesadillas) y goza también de su lógica: es una historia en la que no aparecen nombres propios, en la que los viajeros no se sabe exactamente adónde van ni para qué. Y tampoco importa demasiado. De manera sutil, con oculta precisión, el relato crece al mismo tiempo que se va trazando el camino a la libertad para un comerciante maderero desolado por un largo duelo, al final de un matrimonio infeliz y oculto tras una comodidad financiera que funciona como una prisión. No obstante, su aventura no goza de la belleza de la épica: está llena de sangre, de violencia, de horror e incertidumbre, de hedor y fealdad, de paisajes descritos siempre desde el expresionismo (ya se hable de espacios abiertos o cerrados), de personajes que parecen salidos de los Caprichos de Goya o las oníricas estampas de El Bosco.

Así, esta novela corta se convierte en un largo poema sobre el dolor, el luto, la búsqueda del sentido a una vida malgastada, el hallazgo de la felicidad en medio del caos. Tiene mucho de fábula existencial y, sobre todo, huye de las explicaciones, dejándolas en manos del lector. Y este desdén por lo explícito es lo que termina de hacer grande a esta novela de ritmo hipnótico e imágenes inolvidables, con tendencia a lo conductista en lo psicológico y a la frase corta en lo estilístico.

Sé que a muchas personas no les gustará. Lo sé porque esta es la época de las explicaciones, de lo indiscutible, de lo explítico y lo evidente, del discurso masticado y claro para un público infantilizado que descalifica inmediatamente todo aquello que le supone un pequeño esfuerzo imaginativo. Pero, al margen del desinterés que despertará en ese sector (acaso mayoritario), la grandeza de Estas cosas jamás suceden reside precisamente en su hábil juego entre lo sutil y lo rotundo, que hacen a esta joyita digna de poblar los mismos estantes que los libros de Djuna Barnes, Danilo Kis o David Markson, esas poéticas del dolor que se adentran en lo incognoscible.

 





Días perfectos para El cuento de la criada

2 11 2017

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El cuanto de la criada, de Margaret Atwood, Barcelona, Salamandra, 2017, 412 páginas

En estos días extraños, en casa estamos viendo El cuento de la criada, la serie de HBO, adaptación de la novela homónima publicada por Margaret Atwood en 1985. Ya en 1990 hubo una versión cinematográfica con guion de Harold Pinter y dirigida por Volker Schlöndorff, director especializado en llevar a la pantalla grande o chica, textos inolvidables. Confieso que no leí hasta hace poco esta novela que me habían recomendado tanto. Quizá porque se había puesto demasiado de moda (hay algo que siempre me echa atrás cuando un producto cultural se convierte en fenómeno de masas. Supongo que me guía el prejuicio, cierto esnobismo cultureta propio de críticos a los que nadie lee ni leerá). He entendido que me equivocaba, que no siempre el público de masas anda en el error: se trata de una novela excelente, de esas que perturban, que hacen pensar.

Su argumento distópico (o cacotópico) es ya conocido, pero intentaré resumirlo. A causa de la contaminación medioambiental, el mundo sufre una dura crisis de fertilidad y una buena parte de la población norteamericana se refugia en la religión y en un retorno de los valores tradicionales para consolarse. La planificación familiar es vista como una abominación. En Gilead (parte de los antiguos Estados Unidos) una cadena de atentados atribuidos al extremismo islamista, ha descabezado a los poderes legislativo y ejecutivo del país original y, bajo leyes de excepción, un grupo ultraconservador de raíz religiosa se hace con el poder. Los Comandantes instauran rápidamente un nuevo orden social, en el que las mujeres tienen prohibidas cosas tan básicas como leer o manejar dinero y las universidades están tan prohibidas como la libertad sexual. La sociedad es dividida en castas, con rígidas reglas cuya desobediencia implica castigos inimaginables. Las pocas mujeres fértiles son incluidas rápidamente en una de ellas, la de las Criadas, que serán asignadas a los Comandantes para ser violadas una vez al mes y concebir hijos que serán adoptados por estos y sus esposas. Estas mujeres, las Criadas, son despojadas incluso de su nombre: pasarán a ser denominadas bajo un patronímico que indique su pertenencia a un Comandante concreto. Así, la protagonista y narradora de esta historia responde al nombre de Offred o Defred, en castellano.

Pero Defred pertenece a la primera generación de criadas y guarda, por tanto, la memoria de los tiempos anteriores a Gilead: recuerda a su marido Luke y a su hija Hannah, que les han sido arrebatados; a su madre, mujer independiente y fuerte que ha desaparecido en medio del desastre; a su amiga Moira, rebelde aparentemente irreductible. Así, Defred es la cronista de los tiempos de Gilead, pero también la guardiana de la memoria del tiempo en el que la sociedad gozaba de unas libertades que le fueron arrebatadas. Es consciente de que la suya es la última generación de mujeres que fueron en algún momento libres; la siguiente ya no habrá conocido la libertad y, acaso por eso, posiblemente no llegue a echarla de menos. De ahí la importancia que ella misma confiere a su crónica.

Lúcida, eficazmente, Atwood usa la voz de Defred para explorar el dolor y la carencia. Pero también y sobre todo de lo difícil que es ganar territorio a la sociedad abierta y lo fácilmente que ese territorio puede ser reconquistado por el totalitarismo. Este siempre se disfraza de legalidad, legitimada por los finos mecanismos de la ideología, para no dejar un resquicio al libre pensamiento. Como todos los regímenes totalitarios que en el mundo han sido, la República de Gilead viste de legalidad toda una serie de decisiones repugnantes y arbitrarias, algo que es muy sencillo de hacer si se suprime (o, más sutilmente, se vicia) el sistema de separación de poderes y se dispone, al mismo tiempo, de un aparato retórico que permita soslayar que en el contrato social los gobernados se someten al imperio de la ley, pero que esas leyes deben estar dictadas por las demandas de la sociedad que ellos integran y no al contrario y que solo la posibilidad de que exista la alternativa del disenso legitima el consenso social.

Al pensar su distopía, Margaret Atwood se impuso la prohibición de incluir en ella nada que no hubiera ocurrido ya alguna vez a lo largo de la Historia. No hay en ella coches voladores, implantes cerebrales de control ni una dimensión alternativa en la que se pueda burlar o combatir a los guardianes. Quizá por eso al leerla se nos hace muy directa la referencia a nuestras sociedades y a situaciones que pueden darse perfectamente en ellas. Habrá que pensarlo en estos días extraños en que la ideología vela el escenario del resurgir de los monstruos que, disfrazados de legalidad, amenazan a las libertades de nuestras democracias supuestamente avanzadas.

Mientras tanto, Defred, en silencio, en la soledad del cuarto en el que vive confinada, disiente y resiste como puede, testigo de la crueldad, como una Anna Frank más crecida, como un Julius Fučík a quien espera cada mes algo peor que la horca, como un D–503 sin vecino que descubra la finitud del universo, como un Winston Smith al que no le queda ni la palabra escrita. Y se defiende del silencio con una sola frase, una broma en latín heredada de la anterior Defred y que se repite a sí misma como un mantra: Nolite te bastardes carborundorum. No dejes que los bastardos te hagan polvo.