Nota clavada en la puerta

27 12 2008

La espero, señora. La puerta no está cerrada con llave. Pase. La espero con mis mejores poemas, mi mejor té, mis mejores palabras. Le tengo reservados mis libros de Henry James, mis discos de Lester Young, un cuaderno de escolar, una rosa, una postal que reproduce un cuadro de Magritte.

No desconfíe usted. Sabe que soy un caballero. La trataré como a la dama que es. Yo sólo quiero conversar. Pasar a su lado un momento agradable. O compartir un silencio dulce con usted. Le gustarán mis silencios. Tanto como sé que le agradan mis palabras.

En previsión de su visita, he adecentado mis estancias. He puesto orden donde no había y arrojado a la basura las nostalgias, los remordimientos, los amores fallidos, las aventuras desapasionadas. La casa está ahora impoluta y dispuesta para esa visita suya que tanto se hace esperar.

Me encontrará aguardando a que sus pasos pueblen la antesala. He hecho memoria de mis mejores anécdotas, mis más llamativos recuerdos, los versos más hermosos que jamás supe recitar. También le contaré chistes de buen gusto e indagaré en su vida, con sincero interés, con preguntas que, espero, no juzgará indiscretas. Paladearé cada palabra que salga de mi boca. Y acariciaré con los ojos cada sílaba que pronuncie usted.

Por supuesto, usted sabe, como yo lo sé, que llegará el momento en que mis ojos se encuentren con los suyos; que justo un instante después, oleremos mutuamente nuestros cuellos; que en algún momento imprevisible la cortesía se esfumará.

Cuando se haya vestido nuevamente, cuando se despida de mí en la puerta y vuelva a la paz de su hogar, recuerde a su humilde anfitrión, que la esperó ansioso durante tanto, y que se quedará aquí, esperándola otra vez. Con sus mejores poemas. Sus mejores palabras. Su mejor té.





Los ecos de la noche

27 12 2008

Ya se sabe, aunque la razón impida reconocerlo: a las tres de la madrugada, todo es posible, porque las cosas adquieren a esas horas perfiles, colores, temperaturas diferentes a los que poseen durante el día.

Mutan de modo imperceptible a partir de medianoche y, así aumenta la gravedad de los hechos efímeros o pierden importancia ciertos actos trascendentes. Un portazo a mediodía, por ejemplo, no es más que un portazo, alguien que sale con prisa o sin ganas de ir a la compra. En la noche, en cambio, un portazo es siempre un sobresalto, una crisis, una caída al centro de la desgracia. Por eso, cuando Fidel escuchó el insulto proveniente del otro lado del tabique, a la tarea del calor húmedo y la factura pendiente vino a unirse aquella injuria para coronar la labor del insomnio. Decidió levantarse y beber un vaso de agua antes de regresar a la habitación e intentar, por enésima vez, abandonarse al sueño. Pero la voz masculina, ebriamente gangosa, prosiguió con su rosario de insultos a ella, la otra voz, femenina y sumisa, que pedía tranquilidad, pensando, quizá, en el descanso del vecino, de Fidel, que ahora prendió la lámpara de la mesilla preguntándose quiénes serían los moradores de aquella casa que hasta entonces siempre había sido el silencio y la puerta cerrada, el apartamento vacío desde hacía tanto.

La voz del hombre fue subiendo de tono hasta que llegó el chasquido, el grito ahogado, un cuerpo de mujer que se estrella contra el suelo arrastrando un ejército de porcelana y vidrio, cifra del hogar digno y la vida honesta. Después, las palabras que el hombre pronunció con serenidad y nitidez, decisión más que amenaza, aquel te voy a matar precediendo los golpes y quejidos que provocaron en Fidel verdadero temor e hicieron que se levantase y llamara a la policía, con la que no logró comunicar. Al fin, determinó ir él mismo y volvió al dormitorio para calzarse. Pero ya no hizo falta, porque un silencio azul y denso (probablemente el silencio de un hombre arrepentido frente a un cadáver) había invadido las paredes y el suelo. Quizá se habían reconciliado o, por el contrario, el hombre había realizado sus propósitos y, en cualquiera de los casos, el hecho de un Fidel en pijama tocando a una puerta en la penumbra resultaba inútil y embarazoso, cuando no arriesgado. Eso le hizo preferir un valium y la cama hasta que llegase el día.

Por la mañana, todo fue tan fácil que casi no se acordó del asunto, pues un café con tostada y posterior ducha caliente podían hacerle olvidar incluso un crimen. La calle se había llenado de los ruidos inevitables que siempre le recordaban que vivía entre seres humanos, mientras, como solía ocurrir, se le hacía tarde entre cigarrillo y cigarrillo.

Sin embargo, al bajar las escaleras, fue inevitable, la portera en el zaguán, abriendo la puerta doble y el camión verde aparcado ante el edificio. Con sonrisa-buen-vecino, Fidel preguntó si alguien se iba, dejando colgar la mandíbula al escuchar que no, que era alguien que llegaba, precisamente al apartamento contiguo al suyo. Ante el rotundo no puede ser, la portera desplegó su amplio abanico de explicaciones y comentarios, dejando bien claro que era un profesor retirado y viudo quien se mudaba al piso, desocupado durante un año: que traía muchos muebles porque en el piso no había ninguno; que era sesentón y muy simpático y todos las largos etcéteras de portera subsiguientes. Fidel, claro, comprende que tiene que parecer que ha entendido mal, se disculpa porque llega tarde al trabajo y desea un buen día a la portera al tiempo que se dice a sí mismo que está seguro, que no dormía, pero que la noche y el calor son traicioneros y mienten.

 

De Segundas personas





Cuidado de los teléfonos

23 12 2008

 

La ciudad se durmió hace rato y ella no tardará en dar señales de vida. Yo aguardo su llamada, que ya se ha vuelto casi una costumbre, aunque haya cosas a las que uno no conseguirá jamás acostumbrarse.

Ha adquirido el molesto hábito de telefonearme a medianoche. La primera vez me asusté. Ahora me he ido acostumbrado y el grillo anfetominoadicto del supletorio de mi mesilla de noche ya no me hiela la sangre cuando a las doce (a veces a las doce y dos, otras a las doce y cinco) suena de repente, anunciándome que es ella, sonando lejana y entrecortada, como si estuviera en Estambul o en Reikiavik, con su fingida alegría, su simulacro de normalidad, para interesarse por cómo estoy, preguntarme si como bien, si acabé aquel artículo, si aún la quiero, si la echo de menos. Luego, sin que yo pueda evitarlo, me habla de lo mal que duerme, del extraño desasosiego que le impide descansar. Por lo demás, advierte enseguida, se encuentra bien. También me quiere. También me echa de menos.

Normalmente, intento que recuerde; que se dé cuenta de lo que realmente está ocurriendo, de cómo ha cambiado todo de manera irremediable. Intento traer a su memoria nuestra última discusión, los gritos, el portazo que dio al marcharse, el escándalo de ira que fue su coche al arrancar. Pero se escabulle. Me dice que olvide eso, que ahora todo anda bien entre nosotros y no tengo por qué disculparme. Ahora lamenta haberse ido así. Cuando volvamos a estar juntos, añade, borraremos todos esos malos recuerdos a golpe de besos. Casi siempre finaliza la llamada así, poniéndose tierna y optimista, enviándome abrazos de oso y besos color escarlata, deseando estar ya aquí para, según dice, no volver a separarnos ya jamás.

Son las doce y dos minutos y no ha llamado. Quizá ha comprendido y ha decidido someterse de una vez por todas a la fuerza de las cosas. Asumir la lejanía. Dejar de llamarme.

Cualquiera en mi situación evitaría coger el teléfono (ese mismo que mantengo aseado junto a mí y cuya línea compruebo varias veces al día). O le explicaría claramente lo que ocurre. Pero no me siento con fuerzas para hacerlo.

Procuro, antes bien, que lo averigüe por sí misma, que se percate por sí sola del cambio ineluctable en el estado de las cosas. A lo mejor es que en realidad no quiero dejarla partir del todo y, en el fondo, me aferro a esas llamadas nocturnas como si eso pudiera dar marcha atrás al tiempo y su irreversible cadena de acontecimientos; evitar que ella diera aquel portazo o que arrancara, con furia, su coche, con las ruedas sobre el asfalto de una carretera que la alejaría de mí para siempre; impedir la llamada posterior, realizada desde su móvil por los servicios de emergencia, que habían llegado demasiado tarde para hacer algo que no fuera certificar un óbito.

Son las doce y cuatro minutos. No llama. Estoy sentado al borde de la cama. Miro al teléfono. Más que mirarlo, lo acaricio con los ojos. Sé que sonará de un momento a otro. Tiene que hacerlo. Sé que sonará. Tiene que hacerlo.





Felicidades

18 12 2008

Se supone que ahora toca que nos felicitemos las próximas fiestas. No soy excesivamente navideño (no soy excesivamente casi nada, excepto calvo, dipsómano y verborréico), ni suelo insertar vídeos en este blog, ya que, pese a que no soy ajeno a la imagen, Ceremonias pretende ser uno de esos reductos de la palabra escrita, pero comienzo a recibir felicidades y parabienes de personas cercanas y no me gustaría dejar de corresponder. No se me ha ocurrido mejor modo que este, así que aprovecho el enlace que me ha enviado ese cronopio grandote que se llama Ricardo Leceta y lo reciclo para que te sirva a ti de felicitación de Navidad (si eres cristiano o cristiana), de Hannukah (si eres judío o judía) y de Fin de Año (en todos los casos, siempre que sigas el calendario gregoriano). Ya sé que no es un villancico, pero te va a gustar, sobre todo si te gusta la gente y te agrada la gente a la que le gusta la gente.

Ahí va. Disfrútalo hasta el final. Y FELICES FIESTAAAAAAS…

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Cuidado de los zapatos

17 12 2008

 

Foto: Pedro Valtierra

Para Muntazer al Zaidi.

Me amenazó. Yo limpié mis zapatos.

Él y sus sicarios se acercaron a mi casa. Yo limpié mis zapatos.

Entraron en mi casa, mataron a mi hermano, vejaron a las mujeres de la familia sin dejarse atrás a las ancianas, a las niñas. Me torturaron. Cuando limpié mi sangre y la de los míos, comprobé si habían quedado intactos mis zapatos.

Son unos zapatos humildes. De fabricación en serie y bastante económicos. Pero son míos. Los he mantenido impolutos durante mucho tiempo. Todos pensaron que los utilizaría para huir. Sin embargo se mantuvieron firmes, con mis pies en su interior, en la entrada de mi casa.

Pronto llegará el momento de darles su utilidad. Él se acerca para despedirse; para mostrar la más hipócrita de sus sonrisas, disculparse levemente por lo que denomina sus errores, arrojar pelillos a la mar y acallar los llantos con sus aquí no ha pasado nada.

Cuando esté a mi alcance, simplemente me quitaré los zapatos y se los lanzaré a la cabeza. Ya imagino a sus esbirros, arrojándose sobre él para protegerle, sobre mí para apalearme, al grito asustado y desmedidamente absurdo de “¡Cuidado! ¡Va armado con unos zapatos!”  





Cuidado de los jarrones

17 12 2008

 

El jarrón azul había sido un regalo de boda de la tía Gertrudis y, como ambos la apreciaban mucho, ocupaba un lugar privilegiado en el comedor.

Durante años, él cuidó de que contuviera siempre flores nuevas, mientras que ella procuró diariamente agua limpia con su poquito de aspirina para que rosas, claveles o petunias no se marchitaran.

Dos décadas más tarde, seguía ahí, en el aparador, un poco más descolorido, con flores no tan frescas, con el agua no tan reciente, algo hedienta a pozo. Ellos, acostumbrados al olor, prácticamente no lo notaban y sólo incomodaba a las visitas, cada vez más infrecuentes.

Pero aún era el jarrón azul que la tía Gertrudis había hecho entrar en sus vidas el mismísimo día en que comenzaron a habitar aquella vivienda para convertirla en un hogar.

Lo hizo caer al suelo la vibración de un portazo la mañana en que él se fue.

Ella guardó los pedazos hasta su regreso.

Y, cuando eso ocurrió (porque después de veinte años es difícil dormir solo y hubieron de resignarse), los pegaron con mimo, trozo a trozo, con sincera buena intención y uno de esos adhesivos cuya acción es presuntamente irreversible.

El jarrón regresó a su sitio, en el aparador. Volvió de nuevo a ser el jarrón azul obsequiado por la tía Gertrudis, fallecida hace ya tanto.

A simple vista, parecía el mismo de toda la vida. No había ningún signo externo del trauma pasado ni del remedio posterior. Él continuó trayendo flores cada poco tiempo, pese a que ya no se conseguían rosas, petunias o claveles tan espléndidos como las de antes, porque los invernaderos ya no eran lo mismo. Y ella siguió, día a día, cuidando de que no les faltara agua, aunque resultaba imposible, pues alguna fisura quedó sin sellar y al cabo de las jornadas interminables acababa formándose un charquito bajo el aparador.

Ahora han hallado la solución: las flores de plástico. No requieren agua ni recambios. Y su fealdad no es tan grave.

Bastará pasar rápidamente junto a ellas, permitir que acumulen polvo con indiferencia, evitar mirarlas de frente para no reparar en su vano artificio, y obviar la evidente necesidad de deshacerse del jarrón azul, obsequio de tía Gertrudis, tan inútil, tan triste, tan gastado, que les recuerda que su hogar ha vuelto a convertirse en una mera vivienda.





Sobre la producción de humo

12 12 2008

 

Había un hombre que vendía humo. Sus principales clientes eran políticos, asesores de políticos, o asistentes de asesores de políticos. Quedaban, por lo general, muy contentos con el resultado de la compra a aquel vendedor de humo, que era un vendedor de humo realmente bueno, elegante, intelectual, con varias licenciaturas, un prestigio a prueba de críticas de la oposición y una fama de hombre de mundo que nadie había puesto jamás en duda. Sus viajes por los cinco continentes, su amistad con un primo segundo de Gabo, la historia de un encuentro casual con Borges y Kodama en el aeropuerto de La Guardia, por ejemplo, eran aceptados en la región como verdades axiomáticas.

El vendedor de humo era asiduo de cócteles, jornadas, congresos, mesas redondas y homenajes; jurado eterno en concursos y premios; invitado de honor en fiestas patronales y habitual pregonero de fastos en toda la comarca, pero como se trataba de una persona humilde, solía convertirse él mismo en padrino y ocasional anfitrión de jóvenes aspirantes a vendedores de humo o valedor y vindicador de viejos vendedores de humo caídos en desgracia, a quienes asistía en sus horas bajas, aprovechando, además, para producir con esta excusa mucho más humo y cuidando de que, ni jóvenes ni viejos, invadieran su cuota de venta, pues, sabido es, mientras que la producción de humo puede llegar a ser infinita, los recursos destinados a su compra son siempre limitados, sobre todo en época de crisis.

Por supuesto, el vendedor de humo se cuidaba de no nombrar por su nombre a la mercancía. De hecho, el nombre del humo que vendía este vendedor, así como su forma de presentación, cambiaban a cada ejercicio para que políticos, asesores de políticos y asistentes de asesores de políticos pudieran presumir de su buen hacer a la hora de invertir los fondos públicos en propuestas innovadoras y útiles a la sociedad.

Hoy, desaparecido el vendedor de humo (el humo es eterno; el hombre no), hay una placita, con busto y placa conmemorativa, que lleva su nombre, y su figura como maestro en la venta de humo es homenajeada frecuentemente por las nuevas generaciones de vendedores de humo, quienes aprovechan la ocasión para producir, envasar y vender más humo (eso sí, un humo más moderno, más sofisticado, más a la altura de los tiempos, pero, al fin, el mismo humo) a políticos, asesores de políticos y asistentes de asesores de políticos, que se muestran encantados y así, dale que va, renovando humos, reproduciendo medriocridad.





Juego de amantes

9 12 2008

Jugarán a encontrarse. Se separarán una mañana y tomarán, cada uno, una dirección para el otro desconocida. Así, en sentidos distintos, recorrerán sus caminos. Procurarán cambiarse nombres, rostros, vestimentas, peinados, apariencias. Mudarán oficios, amistades, aficiones. Harán siempre aquello que el otro nunca sospecharía que hicieran, para evitar la más mínima posibilidad de seguirse los rastros, de husmearse las huellas, de propiciar, ni siquiera inconscientemente, ningún tipo de contacto. Y así, después de mucho tiempo arrastrado en sus soledades, de tantas noches de sexo ahogado y cama fría, un día, acaso un atardecer de noviembre, se encontrarán en una calle solitaria, entre la multitud de un distrito comercial o en la última mesa del último café. Se mirarán fijamente, se sonreirán como si ayer mismo, aproximarán sus rostros para devolverse ese beso que se deberán hará tanto y entonces, sólo entonces, tras estar seguros de que ganarían cualquier partida de cualquier juego en el que se apostaran a ellos mismos, volverán a casa.





Juego de la gallina ciega

9 12 2008

Jugamos a la gallina ciega. Me venda los ojos, me hace girar sobre mí mismo para desorientarme, y me suelta. Yo, a ciegas, con las manos extendidas, la busco aquí y allá, más lejos o más cerca, allí donde su olor, su risa, la sospecha de su presencia me llevan. Cuando al fin la rozo, cuando estoy a punto de aferrarla, ella se escabulle irremediablemente, dejándome solo con la pobre esperanza de su premio: su aceptación placentera, su beso amable, su permiso para quitarme, al fin, la venda de los ojos. Pese a mi contrariedad, pese a que estoy, incluso, a punto de olvidar su rostro, prosigo, sin embargo, buscándola, persiguiéndola, siguiendo su rastro de frambuesa y risa como bandada de alondras, mientras mis dedos, mis oídos, mi olfato la distinguen entre todas las demás personas del mundo. Siempre.





Juego del escondite

7 12 2008

 

Jugaban al escondite.

Él la buscaba por todos los rincones de la casa: en el comedor, en el trastero, tras la nevera, junto a las flores del jarrón, en la bañera, bajo la cama. Finalmente, aparecía en un cuadro de Munch, en un disco de Leonard Cohen, en una novela de Stephan Zweig.

Pero le resultaba difícil y a veces tardaba demasiado. Más que encontrarla, sospechaba que era ella quien se hacía descubrir. Por supuesto, ella se divertía mucho con los apuros de su amante. Le parecía encantador su aire infantil cuando, tras horas, días, incluso semanas de búsqueda, comenzaba a desesperar, a sentir que ya no estaba, que la había perdido para siempre; y era un sentimiento que tenía algo de lástima y mucho de orgullo el que la hacía esperarle, enternecida y maternal, en aquellos lugares insospechados para, de pronto, dejarse ver por sorpresa. Él se sentía aliviado cuando el juego acababa y recibía el premio de la caricia, el beso, la tibia carne de mujer palpitando al contacto de sus manos, la noche dejándose transcurrir sobre sus cuerpos inmersos en una batalla que ambos ansiaban perder.

Luego reanudaban el juego y él volvía a buscarla durante mucho tiempo, hasta que nuevamente ella reaparecía (estaba seguro de que era ella quien se mostraba) en un aire de Bach, en la sonrisa de un niño, en las postales que reproducían cuadros de Lempicka o Frida Kahlo. 

Un día le tocó a él esconderse. Ella buscó por toda la casa, en el comedor, en el trastero, tras la nevera, junto a las flores del jarrón, en la bañera, bajo la cama. Tampoco estaba en los armarios ni en el cuarto de la lavadora, ni en la biblioteca. Después de mucho tiempo, ha conseguido entender que él ya no está, que no juega, que, simplemente, se cansó del juego y abandonó la partida. Pero no acaba de hacerse a la idea. Aún sigue buscando en cada rincón, cada melodía, cada verso.