Ya se sabe, aunque la razón impida reconocerlo: a las tres de la madrugada, todo es posible, porque las cosas adquieren a esas horas perfiles, colores, temperaturas diferentes a los que poseen durante el día.
Mutan de modo imperceptible a partir de medianoche y, así aumenta la gravedad de los hechos efímeros o pierden importancia ciertos actos trascendentes. Un portazo a mediodía, por ejemplo, no es más que un portazo, alguien que sale con prisa o sin ganas de ir a la compra. En la noche, en cambio, un portazo es siempre un sobresalto, una crisis, una caída al centro de la desgracia. Por eso, cuando Fidel escuchó el insulto proveniente del otro lado del tabique, a la tarea del calor húmedo y la factura pendiente vino a unirse aquella injuria para coronar la labor del insomnio. Decidió levantarse y beber un vaso de agua antes de regresar a la habitación e intentar, por enésima vez, abandonarse al sueño. Pero la voz masculina, ebriamente gangosa, prosiguió con su rosario de insultos a ella, la otra voz, femenina y sumisa, que pedía tranquilidad, pensando, quizá, en el descanso del vecino, de Fidel, que ahora prendió la lámpara de la mesilla preguntándose quiénes serían los moradores de aquella casa que hasta entonces siempre había sido el silencio y la puerta cerrada, el apartamento vacío desde hacía tanto.
La voz del hombre fue subiendo de tono hasta que llegó el chasquido, el grito ahogado, un cuerpo de mujer que se estrella contra el suelo arrastrando un ejército de porcelana y vidrio, cifra del hogar digno y la vida honesta. Después, las palabras que el hombre pronunció con serenidad y nitidez, decisión más que amenaza, aquel te voy a matar precediendo los golpes y quejidos que provocaron en Fidel verdadero temor e hicieron que se levantase y llamara a la policía, con la que no logró comunicar. Al fin, determinó ir él mismo y volvió al dormitorio para calzarse. Pero ya no hizo falta, porque un silencio azul y denso (probablemente el silencio de un hombre arrepentido frente a un cadáver) había invadido las paredes y el suelo. Quizá se habían reconciliado o, por el contrario, el hombre había realizado sus propósitos y, en cualquiera de los casos, el hecho de un Fidel en pijama tocando a una puerta en la penumbra resultaba inútil y embarazoso, cuando no arriesgado. Eso le hizo preferir un valium y la cama hasta que llegase el día.
Por la mañana, todo fue tan fácil que casi no se acordó del asunto, pues un café con tostada y posterior ducha caliente podían hacerle olvidar incluso un crimen. La calle se había llenado de los ruidos inevitables que siempre le recordaban que vivía entre seres humanos, mientras, como solía ocurrir, se le hacía tarde entre cigarrillo y cigarrillo.
Sin embargo, al bajar las escaleras, fue inevitable, la portera en el zaguán, abriendo la puerta doble y el camión verde aparcado ante el edificio. Con sonrisa-buen-vecino, Fidel preguntó si alguien se iba, dejando colgar la mandíbula al escuchar que no, que era alguien que llegaba, precisamente al apartamento contiguo al suyo. Ante el rotundo no puede ser, la portera desplegó su amplio abanico de explicaciones y comentarios, dejando bien claro que era un profesor retirado y viudo quien se mudaba al piso, desocupado durante un año: que traía muchos muebles porque en el piso no había ninguno; que era sesentón y muy simpático y todos las largos etcéteras de portera subsiguientes. Fidel, claro, comprende que tiene que parecer que ha entendido mal, se disculpa porque llega tarde al trabajo y desea un buen día a la portera al tiempo que se dice a sí mismo que está seguro, que no dormía, pero que la noche y el calor son traicioneros y mienten.
De Segundas personas
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