Comimos, pero no demasiado.
Bebimos, pero no demasiado.
Hablamos, pero no demasiado.
Hicimos el amor, pero no lo suficiente.
Acaso sea mejor no leer a Agustín Espinosa. Al fin y al cabo, enfrentarse a su obra supone abrir las puertas de diversas estancias que, en ocasiones, no resulta cómodo transitar. Quizá sería mejor dejar esas puertas cerradas. Ignorar la atracción que ejercen sobre nosotros. Darles de lado. Fingir que no están ahí. Pero rara vez lo hacemos.
El encuentro ocurre, normalmente, con el comienzo de Crimen, porque ese título nos parece atractivo o algún amigo nos lo ha recomendado. Sea como fuere, desembocamos un buen día en esas primeras páginas donde sangre, sexo, subversión de valores, provocación y crueldad conviven en unos párrafos de impecable factura poética que son, si ciertos estudiosos no se equivocan, la primera y decidida incursión de la narrativa hispana en el surrealismo. Y en algún momento de esos pasajes, al leer por ejemplo las palabras “menstrua alba de mi crimen”, ya hemos caído en la trampa Espinosa. Estamos atrapados irremediablemente en su telaraña, de secreta aunque exacta geometría. A partir de ahí, uno ya no puede evitar frecuentarlo, seguir su estela, sufrir sus pesadillas, inmerso en el pesimismo primordial y el vitalismo exacerbado que palpitan a un tiempo en su inclasificable producción.
En El placer del texto, Roland Barthes contrapone, a los textos de placer, los textos de goce. Mientras que los primeros “están ligados a una práctica confortable de la lectura”, en los textos de goce “se desacomoda, se hace vacilar los fundamentos históricos, culturales, psicológicos del lector”. Al conocer, hace unos años, estas nociones barthesianas, pensé inmediatamente en Crimen. Después en Justine, en El azul del cielo, en Malone muere y en tantos otros libros desasosegantes. Pero, primero, en Crimen. También en Lancelot 28º-7º, que busca crear una “mitología conductora” para el paisaje de Lanzarote (porque “una tierra sin tradición fuerte, sin atmósfera poética sufre la amenaza de un difumino fatal”), o en Media hora jugando a los dados, que debió haber sido una simple charla para acompañar a una exposición de José Jorge Oramas y acabó convirtiéndose en una onírica indagación en la especificidad del creador insular.
Es casi un lugar común decir que Agustín Espinosa fue hombre de su tiempo. Quizá fue más de su tiempo que ninguno de sus contemporáneos. Se aleja del regionalismo porque está convencido de que se queda en la superficie de las cosas. Cambia la tradición decimonónica por la vindicación del XVIII, “la centuria más musculada de Canarias”. Se acerca a los extremos porque los límites, como los géneros, existen precisamente para ser violados por los poetas. En su obra conviven con naturalidad el humor y la ontología, el juego y el rigor. Continuamente se pregunta (y hace que nos preguntemos con él) en qué consiste la realidad, en qué puntos del engañoso mundo sensible están esas rendijas de lo estético que se abren a ella. Receptor privilegiado de las vanguardias, indaga mediante el lenguaje en la geografía insular para reinventarla como paisaje universal; europeísta con oído atento a la isla y mirada certera para la elección de perspectivas inéditas abiertas a una multivocidad esencial. Sí, Espinosa fue, en efecto, hombre de su tiempo. Pero su tiempo ya pasó y, sin embargo, sus obras no envejecen. Antes bien, cumplen con creces uno de los requisitos que, siempre se nos dijo, han de cumplir los clásicos para poder serlo, probablemente el único imprescindible: nunca acaban de comunicarnos del todo su sentido; sus implicaciones últimas se nos escapan siempre.
Supongo que hay muchos motivos para leer a Espinosa. Quien desee buscar algunos, puede leer el excelente estudio de Pérez Corrales Agustín Espinosa, entre el Mito y el Sueño. Anoto algunos al azar: su rabiosa actualidad, su habilidad inigualable para los juegos conceptuales y lingüísticos, su impactante plasticidad, sus enumeraciones impensables, sus adjetivos sorprendentes, la provocación que late en cada línea, el hecho de que sus textos no parezcan escritos hace más de setenta años, sino pasado mañana. No obstante, yo, que he leído a Espinosa por todas esas razones, y algunas más, a lo largo de los años, pienso que, en el fondo, hay una que justifica por sí sola el hecho de leerlo y releerlo: la simple y pura fruición de gozar de una obra de belleza poética incuestionable.
En cada cosecha, hay una naranja que contiene la sustancia del mundo. Si alguien la corta un lunes antes de mediodía, el mundo cesará.
Algunos maestros ocultistas lo saben desde siempre, pero callan, porque dada la aleatoriedad del fenómeno, la advertencia sería inútil. Saben que algún día alguien exprimirá esa naranja en el momento preciso y el mundo expirará inevitablemente.
Otros opinan que esta creencia es completamente irracional. Y no se equivocan. Es tan arbitraria e injustificada como la creencia de que existe un orden en el Universo.
Edgar Allan Poe nació el 19 de enero de 1809. Murió cuarenta años después. Utilizó bien ese tiempo: revolucionó la literatura.
Uno se encuentra con Poe casi siempre en la adolescencia. Si tiene suerte, en la espléndida traducción de Julio Cortázar, prologada con su Vida de Edgar Allan Poe. Los de mi generación y las inmediatamente anteriores, tuvimos acaso noticia primera de él por las películas de Roger Corman, que le homenajeaba constantemente. Pero, en cualquier caso, el encuentro con las Narraciones extraordinarias es crucial en la vida de todo lector. Después uno se va enterando de la fascinación que ejerció sobre Baudelaire, Rubén Darío, Horacio Quiroga y Borges, o de que aquella canción que cantaba Radio Futura, y que utilizó para enamorar a cierta joven, estaba basada en su poema Anabell Lee. Y se dice: “ya decía yo”, y se explica por qué no puede separarse de sus libros de Poe y por qué no puede olvidar algunos (o muchos) de sus cuentos: William Wilson, Ligeia, Berenice, La caída de la casa Usher, El misterio de Marie Roget, El entierro prematuro, El corazón delator, El gato negro, El tonel de amontillado, El extraño caso del señor Valdemar... Añade tu favorito.
Casi sin darse cuenta, Poe fue haciendo cosas que, tomada cada una independientemente, le harían ya fundamental para entender toda la literatura posterior, pero que, juntas, le confirman como un referente imprescindible: refundó el cuento gótico de horror, inventó el cuento de detectives y abrió la puerta para la escisión entre éste y la literatura negra, acabó de fijar la poesía trascendentalista norteamericana, reflexionó ampliamente sobre su labor narrativa. Y, por si fuera poco, dio a luz cuentos que, formalmente, estaban mucho más allá de su tiempo, que eran el germen de lo que hoy llamamos cuento literario contemporáneo.
Imposible escribir hoy sin su ironía, sin sus atmósferas opresivas, sin sus amores que van más allá de la muerte en una vaga necrofilia, sin sus personajes atormentados, sus asesinos verosímiles, sin sus pesadillas hechas realidad, al menos sobre el papel.
El 7 de octubre de 1849, Poe moría, delirante y solo, entre desconocidos, tras una agonía de varios días, en la que todos los suyos ignoraban que se encontrase. La desgracia le sobrevivió varios años, porque uno de sus enemigos vino a convertirse en su albacea literario, cubriendo su memoria con la mancha de la infamia.
Hoy hace doscientos años que comenzó su andadura sobre la faz de la tierra. Curiosamente, yo llevaba varios días recordando, insistentemente, un cuento suyo, El hombre de la multitud. No sabía por qué. Ahora, al reparar en la fecha, lo he descubierto. Mañana buscaré un rato durante el día para releerlo. Propongo a los poéticos del mundo que hagamos todos lo mismo: leamos un cuento de Poe. Ya no es 19, sino 20. Pero cualquier día es bueno para hacerlo.
Parece que estamos en la semana de la autopromoción en Ceremonias. Lo siento. Cuando toca, toca, y actualidad manda. Mañana sábado, a las 20:30, en el Auditorio de Teror, es el estreno mundial de El álbum de fotos del abuelo, un espectáculo de la Parranda Araguaney, con Manuel Estupiñán al frente, el mago Elu Arroyo interpretando el rol principal y conmigo tomando parte en la escritura. Quedan entradas (a diez euros), pero poquitas. Si no vas, tú te lo pierdes. En todo caso, abrígate, porque en Teror hace frío.
Aquí te dejo el enlace con Giraluna. Un programa de televisión hecho con poquito dinero y mucha imaginación. Presenta Fermín Romero y me han entrevistado incluso a mí. Advertencia: la tele engorda. Sobre todo si la ves con un enorme bol de roscas, como hago yo.