Houdini
Realmente, aquel ilusionista no había tenido demasiado éxito en los últimos años. Había ido envejeciendo al mismo ritmo que sus trucos. Sus palomas, sus conejos, sus bastones que se convertían en flores ya no impresionaban a nadie. Los naipes ya no eran su plato fuerte, porque aquellas manos eran más lentas, más temblorosas. Ahora había otros magos más jóvenes, más espectaculares, que combinaban gags humorísticos con rápidos números en los que atravesaban paredes o escapaban de trampas mortales.
Ya no le llamaban para amenizar cumpleaños infantiles ni para colorear fiestas en residencias de ancianos. Vio caer contrato tras contrato. El último local que aún solicitaba regularmente sus servicios cerró poco antes del invierno. Fue hacia el final de la primavera cuando decidió intentar el asalto al banco. Él no era un criminal. Nunca pensó que la pistola se dispararía en el forcejeo con el vigilante.
Durante meses confió en que los tribunales escucharan sus súplicas. Pero la justicia es ciega. Y en los países con pena de muerte suele ser, además, sorda.
Tras el rechazo de la última apelación, el ilusionista pidió al párroco de la prisión que le hiciera el favor de traerle sus libros. Pasó sus últimas semanas en su celda, dedicado al concienzudo estudio de sus viejos volúmenes de magia.
Finalmente, llegó el día en que le situaron en la cámara sellada. El ilusionista no se resistió. No pronunció unas últimas palabras implorando piedad. No lloró ni clamó al cielo. Se dejó tumbar en la camilla. Las sustancias letales comenzaron a penetrar en su organismo, sus ojos se cerraron y quedó definitivamente inerte mostrando una extraña sonrisa de placidez.
Nadie le había acompañado en vida y nadie lo haría ahora. Había donado su cuerpo a la ciencia. Una vez se hubieron marchado autoridades y testigos, los guardias entregaron el cadáver al Hospital Universitario, donde, esa noche, dos celadores contemplaron, asombrados, cómo el ilusionista se levantaba y, atravesando la pared, salía de la cámara para no regresar jamás.